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Amor de
madre |
Mi madre me llevaba a las iglesias.
Durante los paseos festivos, o gestiones y recados entre semana, o sencillamente
cuando hacia la compra, que llevaba anotada en un papel muy pequeño. Caminaba
muy deprisa y recuerdo que me llevaba de la mano en volandas. Pero yo no
protestaba, era feliz con ella, yendo de aquí para allá, entrando en
mercadillos, tiendas multicolores o entidades financieras. Precisamente de una
de ellas salimos una vez con una bicicleta. Era roja, y plegable. Fue cosa de un
sorteo. Nos tocó. Aunque lo mejor era cuando compraba el pan recién hecho y una
bolsa de olivas negras. Recuerdo el sabor y el amor de sus manos partiendo un
trozo de pan en plena calle. Otras veces -como algo extraordinario- me regalaba
una vinagreta, con aquellos vestigios de pepinillos, cebolletas, col en flor y
zanahorias… El caso es que durante esas caminatas me decía con frecuencia:
-“Vamos a ver a Jesús”. Y yo no renegaba. Porque quería al fin poder descansar
un poco de tanto trajín. Estaba reventado. Me sentaba y miraba con la boca
abierta los santos de los retablos (esos pliegues de sobrepellices, sotanas y
casullas, o los elementos de tortura utilizados en su martirio), y miraba
extasiado la oscuridad de los confesionarios, y las velas… Enseguida mi madre me
hacía poner de rodillas, o si me veía muy agobiado me dejaba estar de pie a su
lado, mientras ella se llevaba la cabeza a las manos durante un buen rato.
Siempre -para mi vergüenza (“mamá no, mamá no”)- se ponía en el primer banco, lo
más cerca posible de la imagen de la Virgen que hubiera. Así fue como mi fui
enamorando de la Madre de Dios, sin querer casi. Yo lo único que hacía era
mirarlas. Era evidente que eran muy buenas amigas. Mis ojos iban de mi madre a
la Virgen y de la Virgen a mi madre (no he perdido la costumbre). Algo pasaba
allí, por supuesto. Algo tramaban las dos. De reojo miraba también una diminuta
llama roja que oscilaba nerviosa allá arriba. Y esa llama me llevaba a…
-“Guillermo, ve a saludar a Jesús”. Y yo iba o no iba dependiendo de la gente
que hubiera. Si estábamos solos en la iglesia era fenomenal. Me levantaba y me
acercaba a las gradas del altar y tocaba el sagrario. -“En el sagrario está Dios
hijo mío, dile algo”. ¿Qué iba a decirle? -“Hola Dios”. Y volvía corriendo con
mi madre. Se estaba bien allí… Esta mañana he vuelto a una de esas iglesias. Y
me he arrodillado en el mismo banco, el primero, delante de la imagen de la
Virgen. Y, he pensado que mi madre me dió el mejor regalo de mi vida, el conocer
a Jesús y a su Madre...
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