La Familia acoge y anuncia la Palabra
Por su
parte la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la
Iglesia que participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de
la Iglesia: acoge y anuncia la Palabra de Dios. Se hace así, cada día más, una
comunidad creyente y evangelizadora.
También a los esposos y padres
cristianos se exige la obediencia a la fe (cf. Rm 16, 26), ya que son llamados a
acoger la Palabra del Señor que les revela la estupenda novedad -la Buena Nueva-
de su vida conyugal y familiar, que Cristo ha hecho santa y santificadora. En
efecto, solamente mediante la fe ellos pueden descubrir y admirar con gozosa
gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la familia,
constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los
hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya.
La misma preparación
al matrimonio cristiano se califica ya como un itinerario de fe. Es, en efecto,
una ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen
la fe recibida en el Bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta
manera reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento de
Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial.
En la
vida diaria de cada jornada
El momento fundamental de la fe de los
esposos está en la celebración del sacramento del matrimonio, que en el fondo de
su naturaleza es la proclamación, dentro de la Iglesia, de la Buena Nueva sobre
el amor conyugal. Es la Palabra de Dios que -revela- y -culmina- el proyecto
sabio y amoroso que Dios tiene sobre los esposos, llamados a la misteriosa y
real participación en el amor mismo de Dios hacia la humanidad. Si la
celebración sacramental del matrimonio es una proclamación de la Palabra de
Dios, hecha dentro y con la Iglesia, comunidad de creyentes, ha de ser también
continuada en la vida de los esposos y de la familia. En efecto, Dios que ha
llamado a los esposos «al» matrimonio, continúa a llamarlos «en el» matrimonio.
Dentro y a través de los hechos, los problemas, las dificultades, los
acontecimientos de la existencia de cada día, Dios viene a ellos, revelando y
proponiendo las «exigencias» concretas de su participación en el amor de Cristo
por su Iglesia, de acuerdo con la particular situación -familiar, social y
eclesial- en la que se encuentran.
En la medida en que la familia
cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se hace comunidad
evangelizadora. La familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde
el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. Dentro pues de una
familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y
son evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino
que pueden a su vez recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido.
Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente
en que ella vive.
En el seno del apostolado evangelizador de los
seglares, es imposible dejar de subrayar la acción evangelizadora de la familia.
En efecto, la futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia
doméstica. Esta actividad apostólica de la familia está enraizada en el Bautismo
y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para
transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según el plan
de Dios. El porvenir de la humanidad está en manos de las familias que saben dar
a las generaciones venideras razones para vivir y razones para
esperar.
Signo de la Alianza Pascual
La Iglesia profesa
que el matrimonio, como sacramento de la alianza de los esposos, es un «gran
misterio», ya que en él se manifiesta el amor esponsal de Cristo por su Iglesia.
Dice san Pablo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y
se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el
baño del agua, en virtud de la palabra» (Ef 5, 25-26). El Apóstol se refiere
aquí al bautismo, del cual trata ampliamente en la carta a los Romanos,
presentándolo como participación en la muerte de Cristo para compartir su vida
(cf. Rm 6, 3-4). En este sacramento el creyente nace como hombre nuevo, pues el
bautismo tiene el poder de transmitir una vida nueva, la vida misma de Dios. El
misterio de Dios-hombre se compendia, en cierto modo, en el acontecimiento
bautismal: «Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios -dirá más tarde san Ireneo, y
con él varios Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente- se hizo hijo del
hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de Dios» (cf. Adversus
haereses III, 10, 2: PG 7, 873).
Cristo Esposo de la Iglesia
Hay ciertamente un nuevo modo de presentar la verdad eterna sobre el
matrimonio y la familia a la luz de la nueva alianza. Cristo la reveló en el
evangelio, con su presencia en Caná de Galilea, con el sacrificio de la cruz y
los sacramentos de su Iglesia. Así, los esposos tienen en Cristo un punto de
referencia para su amor esponsal. Al hablar de Cristo esposo de la Iglesia, san
Pablo se refiere de modo análogo al amor esponsal y alude al libro del Génesis:
«Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se
harán una sola carne» (Gn 2, 24). Éste es el «gran misterio» del amor eterno ya
presente antes en la creación, revelado en Cristo y confiado a la Iglesia. «Gran
misterio es éste -repite el Apóstol-, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia»
(Ef 5, 32). No se puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de
Cristo, como signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento
universal de salvación, sin hacer referencia al «gran misterio», unido a la
creación del hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal, a la
paternidad y a la maternidad. No existe el «gran misterio», que es la Iglesia y
la humanidad en Cristo, sin el «gran misterio» expresado en el ser «una sola
carne» (cf. Gn 2, 24; Ef 5, 31-32), es decir, en la realidad del matrimonio y de
la familia.
Familia, gran misterio
La familia misma es el
gran misterio de Dios. Como «iglesia doméstica», es la esposa de Cristo. La
Iglesia universal, y dentro de ella cada Iglesia particular, se manifiesta más
inmediatamente como esposa de Cristo en la «iglesia doméstica» y en el amor que
se vive en ella: amor conyugal, amor paterno y materno, amor fraterno, amor de
una comunidad de personas y de generaciones. ¿Acaso se puede imaginar el amor
humano sin el esposo y sin el amor con que él amó primero hasta el extremo? Sólo
si participan en este amor y en este «gran misterio» los esposos pueden amar
«hasta el extremo»: o se hacen partícipes del mismo, o bien no conocen
verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias.
Comunidad de vida y amor
Si la familia cristiana es
comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los
sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe realizarse según
una modalidad comunitaria; juntos, pues, los cónyuges en cuanto pareja, y los
padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al
mundo. Deben ser en la fe «un corazón y un alma sola» (Hch 4, 32), mediante el
común espíritu apostólico que los anima y la colaboración que los empeña en las
obras de servicio a la comunidad eclesial y civil. La familia cristiana
edifica además el Reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades
cotidianas que tocan y distinguen su condición de vida. Es por ello en el amor
conyugal y familiar -vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias
de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad- donde se expresa y realiza la
participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real
de Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la vida constituyen por lo tanto el
núcleo de la misión salvífica de la familia cristiana en la Iglesia y para la
Iglesia.
Familia, sujeto de evangelización
Lo recuerda
también el Concilio Vaticano II cuando dice que la familia hará partícipes a
otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la
familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a
todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la
Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los
esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros. Participando
así en la vida y en la misión eclesial, la familia está llamada a desempeñar su
deber educativo en la Iglesia. Ésta desea educar sobre todo por medio de la
familia, habilitada para ello por el sacramento, con la correlativa «gracia de
estado» y el específico «carisma» de la comunidad familiar.
La
educación religiosa
Uno de los campos en los que la familia es
insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la
familia crece como «iglesia doméstica». La educación religiosa y la catequesis
de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero
sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un derecho relacionado
íntimamente con el principio de la libertad religiosa. Las familias, y más
concretamente los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un
determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias
convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones
eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su
presencia educativa siga siendo constante y activa.
Sacerdocio
bautismal y catequesis familiar
Aquí es donde se ejercita de manera
privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los
hijos, de todos los miembros de la familia, en la recepción de los sacramentos,
en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa,
con la renuncia y el amor que se traduce en obras. El hogar es así la primera
escuela de vida cristiana y escuela del más rico humanismo. Aquí se aprende la
paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso
reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de
su vida.
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con
singular fuerza en determinadas situaciones, que la Iglesia constata por
desgracia en diversos lugares: en los lugares donde una legislación
antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha
cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar
prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la «Iglesia doméstica»
es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica
catequesis.
Apertura a los lejanos
La familia es la
Iglesia doméstica llamada también a ser un signo luminoso de la presencia de
Cristo y de su amor incluso para los «alejados», para las familias que no creen
todavía y para las familias cristianas que no viven coherentemente la fe
recibida. Está llamada con su ejemplo y testimonio a iluminar a los que buscan
la verdad. Así como ya al principio del cristianismo Aquila y Priscila (cf. Hch
18; Rm 16, 3-4), así la Iglesia testimonia hoy su incesante novedad y vigor con
la presencia de cónyuges y familias cristianas que, al menos durante un cierto
período de tiempo, van a tierras de misión a anunciar el Evangelio, sirviendo al
hombre por amor de Jesucristo.
Muchas personas viven sin familia humana,
con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación
según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de
manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares,
«iglesias domésticas» y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. Nadie
se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos,
especialmente para cuantos están «fatigados y agobiados» (Mt 11, 28).
Jesús permanece con ellos
El don de Jesucristo no se
agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los
cónyuges a lo largo de toda su existencia. Jesucristo permanece con ellos para
que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él
mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Por ello los esposos cristianos,
para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como
consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión
conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de
fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua
santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.
La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges
y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y
traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y
familiar. De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda
espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la
creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección y del
signo.
Testigos del «Evangelio de la familia»
Y como del
sacramento derivan para los cónyuges el don y el deber de vivir cotidianamente
la santificación recibida, del mismo sacramento brotan también la gracia y el
compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo sacrificio
espiritual. También a los esposos y padres cristianos, de modo especial en esas
realidades terrenas y temporales que los caracterizan, se aplican las palabras
del Concilio: también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan
santamente, consagran el mundo mismo a Dios.
En nuestra época, como en
el pasado, no faltan testigos del «evangelio de la familia», aunque no sean
conocidos o no hayan sido proclamados santos por la Iglesia. Es sobre todo a los
testigos a quienes, en la Iglesia, se confía el tesoro de la familia: a los
padres y madres, hijos e hijas, que a través de la familia han encontrado el
camino de su vocación humana y cristiana, la dimensión del «hombre interior» (Ef
3, 16), de la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la santidad. La Sagrada
Familia es el comienzo de muchas otras familias santas. El Concilio ha recordado
que la santidad es la vocación universal de los bautizados.
Raíz y
fuerza de la alianza conyugal
La Eucaristía dominical, congregando
semanalmente a los cristianos como familia de Dios entorno a la mesa de la
Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la
dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada
constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día
del Señor se convierte también en el día de la Iglesia.
El deber de
santificación de la familia cristiana tiene su primera raíz en el bautismo y su
expresión máxima en la Eucaristía, a la que está íntimamente unido el matrimonio
cristiano.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En
efecto, el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la
Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz (cf. Jn 19, 34). Y en este
sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la
raíz de la que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro, su
alianza conyugal. En cuanto representación del sacrificio de amor de Cristo por
su Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el don eucarístico de la
caridad la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su «comunión» y de
su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la
comunidad familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia
unidad de la Iglesia; además, la participación en el Cuerpo «entregado» y en la
Sangre «derramada» de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo apostólico
de la familia cristiana.
Potencia educativa de la Eucaristía
La Eucaristía es un sacramento verdaderamente admirable. En él se ha
quedado Cristo mismo como alimento y bebida, como fuente de poder salvífico para
nosotros. Nos lo ha dejado para que tuviéramos vida y la tuviéramos en
abundancia (cf. Jn 10, 10): la vida que tiene él y que nos ha transmitido con el
don del Espíritu, resucitando al tercer día después de la muerte. Es
efectivamente para nosotros la vida que procede de él. Cristo está cerca. Y
todavía más, él es el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os acercáis a la mesa
eucarística. Puede suceder que, como en Emaús, se le reconozca solamente en la
«fracción del pan» (cf. Lc 24, 35). A veces también él está durante mucho tiempo
ante la puerta y llama, esperando que la puerta se abra para poder entrar y
cenar con nosotros (cf. Ap 3, 20). Su última cena y sus palabras pronunciadas
entonces conservan toda la fuerza y la sabiduría del sacrificio de la cruz. No
existe otra fuerza ni otra sabiduría por medio de las cuales podamos salvarnos y
podamos contribuir a salvar a los demás. No hay otra fuerza ni otra sabiduría
mediante las cuales vosotros, padres, podáis educar a vuestros hijos y también a
vosotros mismos. La fuerza educativa de la Eucaristía se ha consolidado a través
de las generaciones y de los siglos.
Conflictos y reconciliación en
familia
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada
sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa
disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón,
a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las
tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la
propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida
familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz
a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de
la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la
participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único
Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de
superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por
Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que «todos sean una sola
cosa» (Jn 17, 21).
Sacramento de la Penitencia y paz en familia
El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia cristiana que
tanta parte tienen en la vida cotidiana, hallan su momento sacramental
específico en la Penitencia cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así
escribía Pablo VI en la encíclica Humanae vitae: «Y si el pecado les
sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde
perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el Sacramento de la
Penitencia» (n. 25).
Hay que descubrir a Cristo como mysterium pietatis,
en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente
consigo. Éste es el rostro de Cristo que conviene hacer descubrir también a
través del sacramento de la penitencia que, para un cristiano, es el camino
ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos
después del Bautismo.
La celebración de este sacramento adquiere un
significado particular para la vida familiar. En efecto, mientras mediante la fe
descubren cómo el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la
alianza de los cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y todos los
miembros de la familia son alentados al encuentro con Dios «rico en
misericordia» (Ef 2, 4), el cual, infundiendo su amor más fuerte que el pecado,
reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar.
Esta capacidad depende de la gracia divina del perdón y de la
reconciliación, que asegura la energía espiritual para empezar siempre de nuevo.
Precisamente por esto, los miembros de la familia necesitan encontrar a Cristo
en la Iglesia a través del admirable sacramento de la penitencia y de la
reconciliación.
La oración abre al amor hacia los hermanos
En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el
matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el
fundamento de una vocación, mediante la cual su misma existencia cotidiana se
transforma en «sacrificio espiritual aceptable a Dios por Jesucristo» (cf. 1 Pe
2, 5). Las comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas
de oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición
de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación,
escucha y viveza de afecto hasta el «arrebato» del corazón. Una oración intensa,
pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el
corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace
capaces de construir la historia según el designio de Dios.
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario