Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores
de sus hijos… aunque en los momentos actuales a veces dé la impresión de
que pretenden ignorarlo.
Esta especie de resistencia resulta más que comprensible. Y es que la
misión paterno-materna de educar no es nada fácil. Está llena de contrastes
en apariencia irreconciliables:
- a lo largo de toda su existencia, los padres han de acoger a cada hijo
—único e irrepetible, en virtud de su condición personal— tal como es, aun
cuando en ocasiones no responda a sus expectativas… o incluso «les caiga
mal»;
- han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder
inoportunamente;
- respetar la libertad de los chicos y hacerla crecer, pero a la vez
guiarles y corregirles;
- ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles
el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y
que robustece su autoconocimiento y su autoestima…
De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde
muy pronto.
En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante
alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos de alto riesgo:
no ocurre así ni en la albañilería, la mecánica, las artes gráficas o el
diseño; tampoco en medicina, en la arquitectura, en la ingeniería, en la
informática, en el derecho, en la carrera militar, la política, la
administración o en el seno de una empresa…
¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Tal vez
porque su responsabilidad es menor que la de quienes trabajan en una
profesión «convencional»? Da la impresión de que no, sino más bien al
contrario.
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¿Acaso, entonces, porque se trata más de un arte que de una ciencia? Aunque
se pudiera estar de acuerdo en este último extremo, en ningún arte bastan
la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse,
ejercitarse… como confirman justamente los artistas que en apariencia
trabajan apenas sin esfuerzo: cuanto más «natural» parece la obra maestra,
más trabajo (en ocasiones, previo y sedimentado a modo de habilidades) ha
llevado consigo.
Por otro lado, aprender el «oficio» de padre y educador no consiste en
proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente
aplicables a los problemas que van surgiendo. Ni tampoco de un racimo de
técnicas infalibles.
Tales recetas y tales técnicas no existen. Hay, por el contrario,
principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas
situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos
pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos —y casi sin
necesidad de deliberaciones— encarar la práctica diaria.
Y no se trata, tampoco, de una tarea sencilla.
Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorando,
el más accesible y concreto que se me ocurre, de los principales criterios
y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la
educación.
En la confluencia de tres amores
Planteando el asunto del modo más hondo y radical posible, las claves de la
educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo
término: amar…
y en los dos corolarios que de ello se siguen:
¡aprender a amar!, sin dar nunca por supuesto —en contra de lo que a menudo
sucede— que uno ya sabe hacerlo…
y sin imaginar tampoco que va a lograrlo como por arte de magia, sin poner
de su parte cuanto fuere necesario para querer cada vez mejor.
1. Amor a los hijos
La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y
cabal amor a sus hijos
.
Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la
educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia,
mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras,
es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sensatez,
pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros
resultados. Todo ello sería insuficiente sin el elemento indispensable de
un amor auténtico y cabal.
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¿Por qué? Entre otros muchos motivos, porque «cada niño —justo por su
condición de persona, como ya advertí— es una realidad absolutamente
irrepetible», distinta de todas los demás. No se trata de un caso más
entre muchos. De ahí que ningún manual sea capaz de explicarnos ese
presunto «caso» concreto. Hay que aprender, pues, a modular los
principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se
encuentren los hijos. Y solo el amor permite conocer a cada uno de
ellos tal como es hoy y ahora y actuar en función de ese conocimiento:
- aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor
es ciego»,
- resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz,
clarividente;
- y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita
para conocerlas con hondura… y tratarlas en consecuencia.
De hecho, será el amor el que enseñe a los padres
a descubrir las cualidades que deben potenciar en sus hijos, en lugar de
fijarse e insistir monótona, reiterativa y exclusivamente en la corrección
de sus defectos; a advertir el momento más adecuado para «estar»
—simplemente «estar»— y para «desaparecer», para hablar y para callar; el
tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin
someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a
solas… con su propia intimidad; las ocasiones en que conviene «soltar un
poco de cuerda» y «no darse por enterados», frente a aquellas otras en las
que procede intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza y una
pizca de agresividad fingida…
Y, según apuntaba, en todo este difícil arte los padres resultan
irreemplazables.
Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda
de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo
mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo.
Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos
padres».
2. Amor mutuo
La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se
quieran entre sí.
«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores
caprichos, y sin embargo…». Expresiones como esta las oímos a menudo,
proferidas por tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos
—alimentos sanos, reconstituyentes y vitaminas, juegos más y más
sofisticados, vestidos y demás prendas de marca, vacaciones junto al mar o
en la nieve, diversiones sin tasa ni de tiempo ni de precio, resolución de
problemas o de gestiones que deberían realizar los hijos, trasportes en
coche cuando lo mejor es que tomaran el autobús, etc.—, pero se olvidan
de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se
amen y estén unidos.
El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al
mundo. Y el mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada,
ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra
llamado.
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El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar
movido por las mismas causas —el amor de los padres— que engendraron al
hijo.
Hace ya bastantes siglos que se dijo que, al salir del útero materno, donde
el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama
imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría
crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre
al quererse de veras.
Por eso, como fruto natural de su amor recíproco, cada uno de los
esposos debe:
- engrandecer la imagen del otro ante los hijos y
- evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de estos hacia su cónyuge.
Desde que los críos son muy pequeños, además de manifestar prudente
pero claramente el afecto que los une —con gestos y palabras: «nunca
agradeceré lo bastante a mis padres el que se besaran con cariño delante
mía», me comentaba el otro día una chica de unos 25 años—, los padres
han de prestar atención a no hacerse reproches mutuos ni comentarios
irónicos delante de ellos, a no permitir uno lo que el otro prohíbe (la
pregunta refleja, ante una consulta del hijo o la hija ha de ser: «¿qué te
ha dicho papá o mamá?», aunque luego deban hablar a solas para ponerse de
acuerdo), a evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño, que
le llevaría a desconfiar del otro cónyuge: «esto no se lo digas a papá o a
mamá», etc.
3. Enseñar a querer
Como acabamos de ver, el principio radical de la educación es que los
padres se quieran entre sí y, como consecuencia de ese amor, que quieran de
veras a sus hijos; el fin o meta de esa educación es que los hijos, a su
vez, vayan aprendiendo a querer, a amar… pues esa es la actividad
más propia y que más perfecciona a cualquier persona.
Curiosamente y en compendio,
- educar es amar,
- y amar es enseñar a amar…
(pues no es otro el destino del ser humano ni la clave de su felicidad).
Por consiguiente, educar equivale a enseñar a amar.
Según afirma Philippe, «en el plano psicológico y espiritual la necesidad
más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado».
A lo que añade C. Singer: «El amor es lo que queda cuando ya no queda
nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando
—más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a
las que sobrevivimos— desde la oscuridad de la noche se eleva, como un
canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de
nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento,
de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado
nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio
intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser».
Y, en cierto modo como resumen, explica Rafael Tomás Caldera: «La
verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o
cometido, es el amor. Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio,
riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir
en el amor o carece en definitiva de sentido»… e incluso, si no se encamina
al amor, pudiera resultar perjudicial.
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El entero quehacer educativo de los padres ha de dirigirse, en
última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a
evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos
capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros. Solo
así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como
muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras
contemporáneos… y la experiencia sincera de cada uno de nosotros— no es
sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar
progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las
fronteras del propio corazón.
Con otras palabras: pese a cualquier apariencia en contrario, la
felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar
de cada persona, expresada en obras:
- quien ama mucho, es muy feliz;
- quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa;
- y quien no sabe o no quiere amar, por más que triunfe en los
restantes aspectos de la existencia humana, será —aunque a veces pretenda
encubrirlo o desconocerlo: ¡cuántos famosos acaban por reconocer que llevan
una vida insufrible!— un auténtico desgraciado.
De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener la conocida frase: «en
el atardecer de nuestra existencia, se nos examinará del amor»… ¡y de nada
más!
El amor encarnado
Cualquier acción educativa tendrá validez en la exclusiva medida en que el
motor de lo que se aconseja hacer o dejar de hacer, de lo que uno hace o no
hace, sea
- un amor auténtico hacia la persona que se pretende formar o, con otras
palabras,
- el bien real de esa persona, que siempre habrá de prevalecer sobre el
bien propio.
4. Padre ejemplares… por amor
Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de
los que quieren o admiran. En concreto, jamás pierden de vista a los
padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven
también cuando no miran y escuchan incluso cuando están (o parecen estar)
super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos
los actos y las palabras de su entorno.
Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo.
Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de
incitación, de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un
niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él; e igualmente a
comer de todo (¡el «no me gusta» debería desterrarse —comenzando por los
padres— de cualquier familia!), a poner y quitar la mesa, el lavavajillas,
a ir al supermercado; a mantener en el hogar un tono de corrección —en el
vestir y en el hablar, pongo por caso—, a controlar los enfados y las
rabietas, a no volcar su mal humor sobre el primero que encuentre en su
camino, a estar más pendiente de sus hermanos que de sí mismo (el test
definitivo de la marcha de un hogar no es lo que un hijo esté dispuesto a
hacer por sus padres —normalmente, mucho o todo—, sino lo que uno de los
hermanos es capaz de hacer por los restantes… sobre todo cuando la tarea en
cuestión «le toca» a otro hermano), etc.
Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas,
despierta… y arrastra.
En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se
vive —junto con la falta de amor recíproco: esposo-esposa— es el mayor mal
que un padre o una madre pueden infligir a sus hijos.
Cosa que ocurre, sobre todo, a determinadas edades, cuando el sentido de la
«justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado,
sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los
demás.
Para evitar que esto pudiera suceder, o, dicho en positivo, si queremos ser
unos padres ejemplares, existe una especie de precepto cuya importancia
resulta imposible exagerar. El mejor modo de mantener y fomentar la armonía
de un hogar y el crecimiento de los hijos:
- reducir cuanto sea posible el número de normas por las que se rige su
conducta;
- que esos criterios fundamentales respondan a la verdad y la bondad
objetivas, y no a preferencias o caprichos de los cónyuges (y, por tanto,
han de ser cumplidos tanto por los padrescomo por los hijos: también, pongo
por caso, el uso de la tele, del ordenador y aparatos similares, o la
visión de determinados programas);
- que en todo lo demás se respete exquisitamente la libertad de los chicos
(igual que la del cónyuge), aunque el modo como actúen, siempre que sea
éticamente lícito, choque frontalmente con las preferencias del padre o de
la madre (lo que importa es el hijo, no los caprichos de los padres).
5. Amar: animar y recompensar
Como antes apuntaba, solo un amor auténtico y desprendido sabe descubrir la
verdadera grandeza y las aptitudes de cada uno de nuestros hijos y, sin
necesidad de excesivas palabras, ponerlas ante su vista como el ideal al
que han de aspirar.
Por el contrario, cuando ese amor no es lo suficientemente hondo y
desinteresado, fácilmente les trasmitiremos la impresión de que valen más
bien poco… y les «instaremos», sin advertirlo, a adecuar su comportamiento
a esa imagen degradada y empequeñecida.
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un
maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será
verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea
alguna…«aunque no fuera —suelo explicar, con una punta de humor y de
ironía— sino para no defraudar a sus padres».
Análogamente, si por una excesiva insistencia en sus defectos e ignorancia
de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para
regañarle, seguirá actuando mal, incluso de forma inconsciente, con el
único fin de recibir la atención que necesita:
paradójicamente, las regañinas se transforman entonces en refuerzo
psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que evite.
Por lo común, es mejor que el chico tenga un poco de excesiva confianza en
sí mismo, que demasiado escasa. Cosa que conseguiremos si logramos hacerle
apreciar que nuestro amor es incondicionado y que, aunque deseemos que dé
lo mejor que sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta
de voluntad, de capacidad o de interés, no alcanza tales niveles.
En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz
una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.
Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades —lo que lleva consigo el
esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por
escrito y repasarlas con frecuencia… o pedir a nuestro cónyuge que «nos
pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro— es para él un gran
incentivo; en efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano—
se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o
negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al
respecto.
Es cierto que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo
que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que
creen que somos y, por tanto, lo que esperan de nosotros.
Por eso, según recuerda un eminente pensador francés,
- la clave de la educación consiste en ver y querer en cada momento a
aquel a quien amamos…
- un poco mejor de lo que en realidad es.
.
Por idénticos motivos, cuando un hijo hace una observación correcta,
incluso opuesta a la que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay
que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al
contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos
de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone… y en la
calidad personal que con ese gesto —reconocer que el hijo tiene más razón
que nosotros— ponemos de manifiesto.
Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que
al resultado obtenido. En principio, y en contra de una actitud hoy
demasiado frecuente, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un
deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto
un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calificaciones es
deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra
alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente
satisfacción al niño.
Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones.
- Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es
bueno, sino por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, a
pensar más en sí mismo (en su recompensa) que en los otros; en definitiva,
a anteponer el amor propio desordenado al debido amor hacia los demás… que
es donde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona.
- Y además, porque cuando tales «premios» vinieran a faltar, el pequeño se
sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece,
equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa
compensación esté ausente.
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En resumen: conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es
hacer que siempre se encuentre (superficialmente) contento y satisfecho, por
tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de sí
(e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda
esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la
plenitud de su condición personal… haciéndolo, como consecuencia, muy
dichoso.
6. La autoridad, manifestación de «buen amor»
Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y
los ánimos;
- es preciso también ejercer la autoridad, - explicando siempre,
en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar,
imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.
La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada,
se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por
aquellos mismos que la han sufrido.
El niño tiene necesidad de autoridad y la busca y nos la pide, aunque se
niegue aparentemente a reconocerlo (cada vez oigo con más frecuencia
frases del estilo: «mis padres no me quieren —“pasan” de mí— porque me
dejan hacer lo que me da la gana»; y las pronuncian chicos que protestan
airadamente —como es su «deber»— cuando se les niega lo que han pedido). Si
no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna
inseguro o nervioso. Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan
siempre reglas que no deben ser transgredidas.
Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son
los hijos de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar
siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.
Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se
sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el
riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una
explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los
padres que al niño).
Pero ¡cuidado!: por detrás de esta inseguridad, hay muy a menudo una
extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del
chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el
pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.
En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a
nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo.
De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo
sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos
egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc. (¿no la
tienen sus hijos?: los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí), no
existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el
propio ascendiente.
Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda,
- es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar
sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo)
- y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños
empiezan a entender lo que se les pide.
E igualmente es importante que los padres, explicando siempre los
motivos de sus decisiones,
- indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar,
- no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes,
- ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.
Como consecuencia, según ya advertí, un criterio básico en la
educación del hogar es que deben existir muy pocas normas y muy
fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar
una absoluta libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de
los hijos no coincidan con las nuestras.
Y la razón, que antes no expuse, es que, de nuevo en virtud de su
singularidad personal, ¡ellos gozan de todo el «derecho» —o más bien, de la
obligación— de llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no
tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo, a
hacerlos «a nuestra imagen y semejanza»!
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A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo
que encierra de malo, solo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o
de «afirmarnos»… o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se
compromete así la propia autoridad sin necesidad alguna, abusando de ella…
y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo
que ayer se veía con buenos ojos.
Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de
libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer
de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que
decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y
prohíbeselo».
Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los
padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y,
además de simplificar en gran medida nuestra actividad formadora y a no
«quemarnos», ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a
producirse.
Como ya he insinuado, lo más opuesto a esto es repetir veinte veces la
misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir,
con la misma suavidad que decisión, que se cumpla de inmediato: provoca un
enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar
mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o
elimina la propia autoridad.
(Antes de dar una orden o de imponer un castigo, conviene pensar dos
veces si uno está dispuesto a hacerla cumplir… aunque eso suponga la
molestia de levantarse, dejar lo que me ocupaba o distraía, tomar al crío o
la cría de la mano y, con idéntica calma y paz que determinación, sin
elevar el tono, «hacer que haga» lo que debe hacer.)
Y todavía resulta más dañino que la madre «tire la toalla» y amenace al
chico con la que va a suceder «cuando venga tu padre».
Con esa conducta, y sin pretenderlo en absoluto, transmite el mensaje de
que ella no goza de capacidad para dirigir ese hogar.
- Y, además, transforma al marido en una suerte de ogro, encargado
fundamentalmente de castigar las malas actuaciones de los hijos…
- o en un irresponsable, porque no puede o no quiere o no sabe corregir
aquella actuación que ni ha presenciado ni a veces es oportuno censurar
después de tanto tiempo desde que fue llevada a cabo, ya que difícilmente
el muchacho —sobre todo si es muy pequeño— establecerá la relación adecuada
entre su mal comportamiento ya casi olvidado y la punición de ahora, que
advertirá como un arbitrio.
Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación.
- Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja
siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad.
- Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y
oposiciones.
Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y
confiando claramente (¡de veras!, no por táctica) en que
vamos a ser obedecidos. Reservemos los mandatos estrictos para las
cosas muy importantes… ¡y evitemos de raíz los gritos y la pérdida del
propio control! Para las demás peticiones resultará preferible utilizar
una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?»,
«¿hay alguno que sepa hacer esto?».
De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres
y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e
inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos
a sus padres.
A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado;
convendrá entonces crear un clima favorable.
- Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado
o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le
diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde
te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…».
- Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o
una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar
que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el
niño cumpla su obligación.
Firmeza,por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero
dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla… o incluso
imponerla.
7. Regañar y castigar… también como prueba de amor
Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana
educación. Un amable reproche o una serena punición, dados de la manera oportuna,
proporcionada y sin arrepentimientos injustificados (lo cual implica unos
momentos de reflexión antes de «pasar a la acción»), contribuirá a formar
el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los
castigos. Pero de vez en cuando resultan imprescindibles. La política
del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices.
También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el
temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal
de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio
desordenado: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al
demandar la conducta correcta) al de los hijos.
Es decir: de anteponer el amor propio al que debemos al hijo y que nos debe
llevar a buscar su bien, aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.
Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante
control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación
de unos cánones despóticos establecidos por los padres de manera arbitraria
y cambiante.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y
no humillante. Hay, por tanto, que aprender a regañar de manera correcta,
explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación.
En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el
propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras
personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?).
Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para
reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio
enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.
Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien
seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Como
es lógico, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la
propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose
de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a
irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de
la chica.
Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las
comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las
confrontaciones solo engendran celos y antipatías.
Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor
testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre»,
cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor que surge en nosotros al
provocar el de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento resulte
necesario.
En tal sentido, cabe sostener que la eficacia de la educación es
directamente proporcional a la capacidad de los padres «de sufrir por
hacer sufrir al hijo», siempre que ello sea imprescindible.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya
el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho
castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con
toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte
ni hacerte padecer».
8. Formar la conciencia: enseñar a amar lo bueno y bello
En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de
eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una
visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.
La solución —más a medida que van creciendo— no es un régimen policial,
compuesto de controles y de castigos, sino lo que solemos conocer como
«formar su conciencia».
Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios
correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir claramente lo
bueno de lo malo.
E igualmente, que tengan la fuerza de voluntad —y el cortejo de
virtudes necesarias— para llevar a cabo aquello que estiman que
deben hacer, por más que les resulte molesto o costoso.
Para ninguna de las dos cosas basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o,
menos todavía, «¡Esto no me gusta!». Se corre el riesgo de transformar la
moral en un conjunto de prohibiciones absurdas, carentes de fundamento. Por
el contrario, es muy importante «educar en positivo», como se suele
afirmar; lo cual equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la
humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones.
Hemos de hacerles ver, ¡y previamente, estar nosotros mismos
convencidos!, de que vivir bien resulta mucho más atractivo y gozoso
que obrar incorrectamente, aun cuando una mirada superficial, amplificada
en muchos casos por el ambiente, llevara a pensar de entrada lo contrario.
Para lograr todo ello, hay que esforzarse por vivir la propia vida,
con todas sus contrariedades, como una entusiasta aventura que vale la pena
componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y
la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para
actuar de forma adecuada: para amar y desear lo bueno, y para rechazar lo
malo.
Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la intención
para determinar la moralidad de un acto, y ayudar a los hijos a preguntarse
el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus
respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc.,
que los ha motivado.
El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa
sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace
justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de
nuestros actos.
- Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es
necesario y sano el sentido del pecado.
- La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que
hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento que activa y
multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.
Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la
bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así
como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del
día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas
adecuadas.
A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y
responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de
ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente
el porqué.
9. Un amor equivocado lleva a malcriar a los niños
Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas,
con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo
maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de
todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares.
- Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una
vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un
temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse
por sí misma.
- Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se
transformará en un egoísta, capaz de servirse y aprovecharse de los otros…
o de llevárselos por delante.
Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá
simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos,
manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo,
firme. Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia»
delante de otras personas.
Nosotros no contamos.
Su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.
Esta —la atención prioritaria al otro, con olvido de uno mismo— es la
regla por excelencia de la educación… y de toda la vida humana
10. Educar la libertad… por amor y para el amor
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En este ámbito, la tarea del educador es doble:
- hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad,
y
- enseñarle a ejercerla correctamente.
Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha
relación con el bien y con el amor.
Aunque no sea ahora el momento de fundamentarlo, la libertad se
resuelve, en fin de cuentas, en querer el bien del otro en cuanto otro, en
amar.
Lo libre se entiende a menudo por oposición a lo necesario y
exigido o predeterminado:
- y como los instintos animales obligan a perseguir el propio bien,
- la libertad se concreta, por oposición, en querer lo que no resulta
obligado por nuestros instintos-tendencias: el bien del otro… en cuanto
otro.
¿Quién es auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el
bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va
«perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un hombre puede
quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo
mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.
Educar en la libertad significa por tanto ayudar a distinguir lo que es
bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad),
y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.
Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye
a tornarlos responsables. (…)
En definitiva,
- igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a
amar,
- puede también decirse —pues en el fondo es lo mismo— que equivale a ir
haciendo progresivamente más libre e independiente a quienes tenemos a
nuestro cargo:
- que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con
plena libertad y total responsabilidad.
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