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Crisis de
amor |
"Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu,
y a tu prójimo como a ti mismo". Lc 10, 25-37
La crisis actual no es
sólo una crisis económica. A lo que nos enfrentamos es a una crisis
antropológica, una crisis de civilización, una crisis moral, una crisis del
concepto de “persona”.
“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a
imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó” (Gén1, 27). El ser humano se
parece a Dios, somos imagen de Dios. Nos asemejamos a Dios en tanto en cuanto
somos capaces de amar, porque Dios es Amor. Y ahí encontramos la clave de la
crisis actual: nuestra sociedad cada vez es más incapaz de amar. Nosotros cada
vez somos más incapaces de amar.
Ninguna palabra más manoseada y
prostituida que “amor”. Dice el Diccionario de la Real Academia que el amor es
un “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia
insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Pero el amor
no es sólo un sentimiento (aunque también lo sea). El amor es una realidad que
afecta a la persona en su totalidad: no sólo a la emotividad. Las emociones y
los sentimientos pueden ser pasajeros. El amor tiene vocación de eternidad y si
no, no es amor auténtico. El amor es sentimiento, pero también es mucho más que
eso.
El amor implica también a la razón, a la inteligencia, a nuestra
capacidad de conocimiento. Si no conoces al otro difícilmente lo puedes amar (de
ahí la importancia del noviazgo). Para ser persona tienes que conocerte a ti
mismo y tener capacidad de conocer al otro. Si no somos capaces de entendernos a
nosotros mismos y entender a los demás, no seremos capaces de amar de verdad y,
en consecuencia, no seremos verdaderamente personas. El ser humano no alcanza su
madurez mientras no es capaz de conocerse a sí mismo, aceptándose con sus
virtudes y sus limitaciones, sus puntos fuertes y sus debilidades. Y eso puede
llevarnos la vida entera, porque somos una realidad dinámica que busca la
plenitud; no algo estático e inmutable. La vida es un camino en el que vamos
tratando de realizarnos como personas, tratando de ser lo que estamos llamados a
ser: Personas con mayúsculas, que es lo que los cristianos llamamos “santos”.
Todos estamos llamados a la santidad, a ser personas que aman en plenitud, como
Dios nos pide que amemos: sin límites ni medida, siguiendo el ejemplo de Nuestro
Señor, que nos amó hasta dar su vida para nuestra salvación.
Pero llegar
a amar de verdad, también implica un ejercicio de voluntad. Amar supone
sacrificio y esfuerzo. Es negarse a uno mismo para buscar el bien y la felicidad
de la persona amada. El amor de los esposos o de los padres por sus hijos son
buen ejemplo de ello. Por eso el matrimonio cristiano es indisoluble y no es
cosa de dos, sino de tres: el hombre, la mujer y Dios. Lo que une al hombre y la
mujer es el Amor: es Dios mismo. Dios nos une y nos acompaña y nos regala la
vida de nuestros hijos para que los cuidemos, los amemos y los eduquemos. Porque
el amor de Dios siempre es creador y dador de vida. Pero cuántas noches sin
dormir, cuántas preocupaciones y sacrificios de todo tipo supone educar a los
hijos. No obstante, en ese mismo esfuerzo encontramos a la vez la felicidad, el
sentido de la vida y la plenitud. Amar a la esposa también implica el esfuerzo
de compartir las tareas domésticas, la educación de los hijos, lo bueno y lo
malo; implica el esfuerzo de mantenerse fieles a la palabra dada sin dejarse
llevar por los instintos o las emociones, que pueden abocarnos a la infidelidad
y al engaño. Porque el amor y la verdad tienen que ir necesariamente de la mano.
"No aceptéis nada como verdad que esté privado de amor. Y no aceptéis nada
como amor que esté privado de verdad. La una sin el otro se convierten en una
mentira destructora", decía Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein
en el siglo). Una persona tiene que tener palabra y ser auténtica y coherente.
Si no, no somos personas. Nada degrada más nuestra dignidad que la
mentira.
En definitiva, lo que da sentido a la vida del hombre es el
amor: amor entendido como aquello que nos dignifica y nos constituye como
auténticas personas y como hijos de Dios. El amor es lo que nos acerca a Dios,
lo que nos permite ser semejantes a ese Dios que nos creó y nos dio la vida para
que el mundo sea más hermoso y mejor gracias al amor que nosotros seamos capaces
de repartir cada día a nuestro alrededor.
El problema está en que en el
mundo de hoy cada vez hay más gente incapaz de amar: analfabetos del amor,
pobres en amor, discapacitados para amar. Se nos está diciendo que lo único que
da sentido a la vida es disfrutar: pasarlo bien, dar rienda suelta al instinto,
beber, viajar, el lujo, la riqueza, la fama… Es lo que llamamos “hedonismo”. Esa
visión de la vida nos incapacita para amar y nos convierte en auténticos
minusválidos ante la vida y nos condena al vacío, al hastío y a la
desesperación. El hombre no tiene derecho al placer, sino la obligación de amar,
incluso si ese amor nos provoca sufrimiento. La búsqueda desenfrenada del placer
nos conduce al abismo del sinsentido nihilista que termina por destruirnos como
personas.
El matrimonio está en crisis porque hay gente que ya no sabe
amar. Hay gente que confunde el amor con la atracción física, con el instinto o
con el enamoramiento pasajero. Y cuando actuamos así, siempre aparecerá tarde o
temprano otra mujer (u otro hombre) que te resulte más atractiva y que “te
enamore”. Y así, muchas parejas se rompen sucesivamente sin que el individuo
encuentre nunca la estabilidad emocional ni un proyecto de vida que dé realmente
sentido a su existencia. La promiscuidad es uno de los signos de los tiempos.
Como lo que importa es pasarlo bien y disfrutar de la vida, hoy estoy con una y
mañana con otra. Porque el otro no es una persona, sino algo con lo que pasarlo
bien. Una especie de juguete con el que satisfacer mis necesidades instintivas.
Esto, además, se envuelve con los ropajes de una supuesta liberación sexual
progresista que nos hace más modernos y así evitamos cualquier sentimiento de
culpa o cualquier reproche de la conciencia. No nos reprimamos. Así no es de
extrañar que cada día aumente el número de violaciones o que se multipliquen los
casos de pederastia. Eso por no hablar del gran negocio de la prostitución o la
pornografía que denigran la condición humana reduciéndola a puro objeto de
compraventa. Todo vale con tal de disfrutar de la vida: incluso degradar la
propia dignidad y la de los demás.
La familia está en crisis porque nos
hemos olvidado de lo que es amar. No tenemos hijos porque no te dejan disfrutar
de la vida ni prosperar profesionalmente. Y si tenemos hijos, nos vemos
obligados a aparcarlos donde sea porque los dos tenemos que trabajar para poder
vivir bien. Como si “vivir bien” consistiera en otra cosa distinta de querer a
tus hijos y educarlos y atenderlos. Hay padres que se han olvidado de que lo más
importante en la vida es querer a los hijos y que lo que tus hijos necesitan no
son cosas, sino un padre y una madre que los quieran, que les lean libros, que
les ayuden a hacer los deberes, que les escuchen, les consuelen, les orienten,
les ofrezcan principios y valores para llegar a ser buenas personas y les ayuden
a encontrar su propio camino en la vida. Por eso, pretender ser “amigo” de los
hijos es una perfecta estupidez.
Hay padres que han olvidado amar a sus
hijos hasta tal punto, que los matan directamente antes de que puedan nacer.
¿Cómo una madre puede llegar a matar a su propio hijo? ¿Cómo un padre puede
consentir tal atrocidad? ¿Cómo se puede llegar a tal degradación, a tal falta de
escrúpulos y de conciencia? El aborto es el signo más revelador del grado de
barbarie al que estamos llegando por haber olvidado lo que es amar.
¿Por
qué hay tantos jóvenes que caen en las drogas? ¿Por qué tantos se van de
“botellón”? ¿Por qué se dan cada año tantos embarazos no deseados y tantísimos
abortos? Porque no hemos enseñado a los niños qué es amar y les hemos dicho que
lo importante es pasarlo bien como sea. Tampoco les hemos enseñado el valor
sagrado de la vida, ni la importancia de la verdad, de la honestidad, de asumir
la responsabilidad de los propios actos.
¿Por qué hemos llegado a la
crisis económica que padecemos? Pues porque mucha gente sólo quiere ganar dinero
como sea y de la manera más rápida y fácil posible. Así, la especulación, el
robo, la corrupción y el pelotazo se han convertido en la mejor forma de
enriquecerse. Y a vivir que son dos días. Y si hay gente que se queda sin
empleo, si aumenta la pobreza y la miseria, no es mi problema: que lo solucionen
el gobierno o Caritas.
¿Creen ustedes que es casualidad que el concepto
de “pecado” haya caído en desuso? ¿Es casualidad la crisis que incluso dentro de
la Iglesia sufre el sacramento de la penitencia? Nos han engañado diciendo que
nada es pecado y que todo vale. Y luego nos escandalizan sus consecuencias:
miles de abortos, corrupción generalizada, consumo alarmante de drogas y
alcohol; proliferación de la pederastia, de la pornografía, de la trata de
mujeres, de las violaciones; violencia contra las mujeres, contra los niños,
contra los ancianos; niños que crecen abandonados, ancianos que mueren en
soledad; escuelas que no enseñan, familias rotas… La crisis del amor y la
idolatría del bienestar conllevan el auge del pecado. Pero donde abunda el
pecado, sobreabundará la gracia. Dios nos urge a la coherencia, a la
autenticidad, al testimonio y a la santidad. Luchar contra la crisis es luchar
contra el pecado: el personal y el social. Tenemos la obligación de luchar
contra la cultura satánica de la muerte para construir la civilización del amor.
Lo que urge es una profunda conversión personal. Necesitamos santos, verdaderos
testigos del amor de Dios, que animen a la conversión y a la penitencia. No hay
otro camino. Llevamos las de ganar en Cristo, que con su muerte y su
resurrección ha derrotado al pecado y la muerte de una vez para siempre. Él es
el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Adorémosle y amemos.
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