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Educar para el Misterio del Amor
Conyugal |
Introducción No trato
de hacer una exposición de la doctrina contenida en la Carta a las familias, que
el Santo Padre ha enviado con ocasión del año de la familia. Mi objetivo es más
modesto. Quisiera ofreceros una ayuda para vuestra lectura y reflexión personal;
es decir, quisiera presentaros algunas claves de lectura, dejando después para
cada uno de vosotros la vivencia de la experiencia de una profunda meditación
sobre los contenidos de la carta.
Sin embargo, hemos de comenzar con una
reflexión, digamos más bien negativa. Me explico. Hoy en día existen muchos
prejuicios sobre el amor conyugal, sobre el matrimonio, sobre la libertad. Estos
prejuicios están actualmente tan difundidos en nuestra cultura occidental, que
penetran en nuestro espíritu sin que nos demos cuenta. Sin embargo, tienen una
consecuencia desastrosa: nos impiden comprender profundamente la reflexión del
Santo Padre. Ciertamente no puedo hablar de todos estos prejuicios. Me limitaré,
por tanto, a los más importantes, a los más dañinos. 1. Algunos
prejuicios sobre el amor conyugal 1.1. El primero, el prejuicio más
tremendo del que tenemos que librarnos si queremos penetrar en el gran misterio
del amor conyugal, es el de pensar que la libertad consista en el no asumir
jamás compromisos definitivos. Y el de pensar que ser libres significa no estar
vinculado con nadie. Y el de pensar que la fuerza más grande de nuestra libertad
consista en el decir «no», más bien que decir «si». Dije anteriormente que este
prejuicio es tremendo. No es una exageración. Efectivamente, quien se deja
dominar por este prejuicio, puede llegar verdaderamente hasta la destrucción
espiritual de sí mismo y de la otra persona. Me explico con un
ejemplo.
Cuando compramos una cosa, normalmente nos la venden con un
cierto período de garantía. ¿Qué significa «período de garantía»? Significa que
tú, inmediatamente comienzas a poseer la cosa, sin embargo no darás el
asentimiento de quedártela para siempre, si no es a condición de que todo
funcione bien. Si el experimento no da un buen resultado, cada uno se queda con
lo que es suyo.
Tratemos ahora de transferir este «contrato con
garantía» a la relación hombre - mujer en el matrimonio. Ninguno de los dos se
une al otro, si no es «a condición de que» todo funcione bien; si el resultado
no es satisfactorio, cada uno recoge lo suyo. Tenemos aquí una especie de
contrato de uso recíproco, en el cual ninguno pretende comprometerse para
siempre. Cada uno prueba el uso del otro. Hay algo tremendo en todo esto, porque
se reduce la propia persona y la del otro a una cosa de la que hacer uso. «Usar
y tirar», esto es lo que dice quien se deja dominar por el prejuicio de que ser
libres significa no asumir jamás compromisos definitivos.
1.2. Quien se
deja dominar por este prejuicio, ordinariamente abre su corazón a un segundo
prejuicio, tan peligroso como el anterior. Quisiera explicároslo partiendo de
algunos ejemplos muy sencillos.
Si nosotros en un día muy caluroso
pasamos delante de un puesto de helados y tenemos mucha sed, enseguida sentimos
un gran deseo de comprarnos uno y comérnoslo. Si, por el contrario, no tenemos
sed, el helado no ejerce en nosotros ningún atractivo. Tratemos de reflexionar
un poco sobre esta experiencia. Nos damos cuenta enseguida de que el objeto que
atrae nuestra atención, no tiene en sí mismo un valor propio: interesa en cuanto
que es capaz de apagar nuestra sed. Si no tengo sed, él no ejerce ya ningún
interés. Es mi sed la que hace que el helado sea tan interesante. En definitiva,
vale porque le necesito.
Tened muy presente en la mente este ejemplo. El
segundo prejuicio sobre el amor conyugal consiste en el confundir el amor
conyugal con la atracción, con la necesidad que siento de otra persona para mi
felicidad. La otra persona vale porque me satisface, porque la necesito. ¿Por
qué se trata de una tremenda confusión?
Pongamos otro ejemplo. Sobre las
casas, debe de construirse un tejado: obviamente para que no llueva dentro. El
mismo problema servía también para la basílica de San Pedro: cuando se construyó
tuvo que completarse con el tejado. ¿Era necesario construir la cúpula para
lograr esta finalidad: que no lloviera dentro de la basílica? No sólo no era
necesario sino que era mucho más difícil y mucho más costoso. Entonces, ¿por qué
Miguel Ángel quiso construir y construyó la cúpula en vez de un simple tejado?
Porque la cúpula es bella. Ella merecía ser querida (=construida) a causa de su
intrínseca belleza. Veis: se puede querer una cosa y también una persona, de dos
modos profundamente diversos. Puedes querer a alguien o algo porque sientes
necesidad; puedes querer simplemente porque merece ser querido, amado. En el
primer caso es tu deseo el que confiere valor al objeto querido; en el segundo
caso es el objeto el que a causa de su valor suscita en ti el
deseo.
Podemos decir ahora brevemente, en qué consiste el segundo
prejuicio sobre el amor conyugal: confundir el amor conyugal con la atracción,
con la necesidad que siento de poseer a la otra persona para mi
felicidad.
Podéis también ver fácilmente cómo estos dos prejuicios están
relacionados entre sí. Si quieres a una persona por la necesidad que sientes de
ella, la quieres sólo si y sólo hasta que ella esté en grado de satisfacer tu
deseo de ella. El amor conyugal se convierte en un contrato
arriesgado.
1.3. Existe finalmente un tercer prejuicio sobre el que
quisiera llamar vuestra atención. Es el prejuicio de que sea posible un amor
verdadero sin una profunda unidad espiritual, que el amor se pueda reducir a una
unión física-sexual. Como veremos, el amor conyugal es también profunda
intimidad sexual. Un prejuicio muy difundido hoy en día es el de que sea posible
separar la sexualidad del amor; que «amar» signifique simplemente «tener
relaciones sexuales». En una palabra: reducir la relación hombre-mujer a la
sexualidad, separándola de la unión espiritual y llamar a esto «amor» (Cfr.
Carta a las familias, n. 18).
1.4. Un cuarto prejuicio es el de pensar
que el hombre y a la mujer no les sea posible vivir plenamente, sino sólo de
modo limitado, la belleza, la verdad del amor conyugal. Es la actitud de quien
amargamente, cuando siente hablar del matrimonio, dice en cierto sentido: «¡esto
es sólo poesía, no es la realidad!». Es un prejuicio terrible, porque impide a
los esposos alcanzar la plenitud de vida, de amor, de libertad a la que el Señor
les ha destinado. 2. El misterio del amor conyugal: claves de lectura
Liberando nuestra mente de estos prejuicios, podemos penetrar en el
misterio del amor conyugal y de la familia. Como os decía, no es mi intención
hacer una presentación de los contenidos de la Carta sino ayudaros a leerla. Hay
en esta carta unos «puntos-clave» puestos en ella como pilares.
«Hombre
y mujer los creó»: tenemos aquí la afirmación fundamental respecto a la persona
humana. (Cfr. Carta, n. 6). La diferenciación entre hombre y mujer, dentro de la
misma humanidad, no es sólo un hecho biológico carente de significado. Quien
piensa así, es muy superficial. Se trata de dos modos, de las dos formas en las
que se expresa nuestro ser-personas humanas. Para comprender profundamente esta
verdad, recordemos por un momento la admirable página de la Sagrada Escritura en
la que se nos desvela el significado último de nuestro ser hombres-mujeres.
El hombre ha sido creado, pero vive una experiencia de profunda soledad.
En realidad, él no está solo. Entorno a él están los animales y las plantas:
existe todo el universo material. Sin embargo, ninguna cosa es capaz de liberar
al hombre de su originaria soledad. El ser humano no necesita tener algo sino
ser alguien. Efectivamente, frente a esta situación, Dios exclama: «no está bien
que el hombre esté solo». Advertid un detalle. Después de crear las cosa, Dios
goza de la bondad y de la belleza de cada creatura: «y vio que era bueno», dice
el autor sagrado. Sin embargo, ahora no goza, no está contento con su obra: «no
está bien que el hombre esté solo» ¿Y qué hace el Creador? ¿Crea, acaso, otro
hombre? Crea la mujer. Es entonces cuando el hombre vive por primera vez la
experiencia extraordinaria de la «comunión de las personas»: «esta sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne. Y los dos serán una sola carne. Ahora
podemos comprender por qué el hombre desde el principio ha sido creado como
hombre y como mujer. La diversificación sexual humana, incluso siendo
biológicamente semejante a la animal, tiene en sí misma un significado esencial
y exclusivo: es el «signo» (el «sacramento») de la llamada de la persona a la
comunión y ser el «lenguaje» que expresa esta misma comunión. (Cfr. Carta, n.
6).
Quisiera ahora, profundizar un poco en este concepto de comunión, que
es una de las ideas centrales de toda la Carta del Santo Padre. Partamos de una
experiencia muy sencilla. Si nos fijamos en nuestro modo de querer algo o a
alguien, veremos que nuestra voluntad puede enraizarse en una de las tres
actitudes que describiré ahora brevemente. La primera. Puedo
querer una cosa, puedo buscar una persona, porque me parece que pueda servirme
para alcanzar un cierto objetivo que yo he pensado. Una cosa: la razón única por
la cual tenemos un reloj de pulsera es porque nos es útil conocer el horario.
Una persona: trato de conocer a esa persona porque me puede ayudar a tener aquel
puesto. A esta actitud la llamamos utilitarista. Su regla es: «sírvete de la
cosa / de la persona hasta que te sea útil». La segunda. Puedo
querer una cosa, puedo buscar una persona, porque en ella experimento placer. A
esta actitud la llamamos hedonista. Su regla es: «goza de la cosa/de la persona
mientras sea para ti fuente de placer». La tercera. Actitud es
más difícil de describir. Partamos de un ejemplo. Cada casa, cada edificio, debe
de tener un techo para resguardar a sus habitantes de la intemperie. Por tanto,
también la basílica de San Pedro en Roma necesitaba un techo. Un techo... no una
cúpula. ¿Por qué Miguel Ángel ha querido una cúpula y no un simple techo?
Después de todo, construir un simple tejado era más fácil, era más económico. Es
verdad: el tejado cuesta menos dinero y menos esfuerzo. Sin embargo, la cúpula
tiene en sí misma algo que no tiene el tejado: ¡es bella! Tiene en sí misma una
belleza tal que la hace digna de ser querida (construida) en sí misma y por sí
misma. Casi sin darnos cuenta, hemos usado una palabra llena de misterio:
dignidad ¿Qué significa «dignidad»? por ahora diremos que la dignidad de un ser
consiste en el particular valor que suscita en cada ser inteligente, respeto,
veneración, admiración. Todo lo que tiene dignidad, no tiene precio. La dignidad
vale incluso más que la vida: el mártir renuncia incluso a su vida física para
no renunciar a su dignidad de persona libre.
Pero regresemos ahora a la
descripción de la tercera actitud. Puedo querer una cosa, una persona no porque,
y no en cuanto, me es útil, no porque y no en cuanto me gusta, sino porque y en
cuanto merece en si y por sí el ser querida. No por su utilidad, no por su
placer sino: por su dignidad. A esta actitud, la llamamos personalista. Su regla
es: «Reconoce a la persona en su dignidad». Quien tiene en su corazón una
actitud utilitarista, frente a una persona dice: «¡qué útil me es que tú
existas!»; quien en su corazón tiene una actitud hedonista, frente a una persona
dice: «¡cómo me gusta que tú existas!»; quien tiene en el corazón una actitud
personalista, frente a una persona dice: «¡qué bello es, qué bien es que tú
existas!».
Hemos hecho esta larga digresión sobre las tres actitudes en
las que se puede enraizar el ejercicio de nuestra libertad, para comprender un
poco la experiencia de la «comunión de las personas». En realidad, la más alta
expresión de la actitud personalista es el amor; la «forma» más alta del amor es
el amor conyugal y el amor virginal. Y la comunión de las personas no otra cosa
que el fruto del amor.
Dejamos a un lado la reflexión sobre el amor
virginal y nos detenemos a reflexionar brevemente sobre el amor conyugal que
tiene como fruto la comunión personal.
Si reflexionamos brevemente,
veremos cómo la actitud personalista alcanza su más alta expresión en el amor
conyugal. Se da en ella un encuentro único entre dos personas: «Yo te tomo...
como mi esposa». Entre los cinco miles de millones de personas, existe una que
es absolutamente única: dotada de un valor tal, de una preciosidad tal, que
merece un don total de sí. Sólo –y no menos– que el don total de sí es un
reconocimiento adecuado a su dignidad, a la medida de la dignidad del otro.
Consecuentemente, uno decide no pertenecerse a sí mismo; el uno pertenece al
otro, definitivamente. Así es, se ha constituido la comunión de las personas.
Los dos han entrado en la lógica del don. Su ser hombre-mujer les llamaba a esto
precisamente.Recordad los prejuicios de los que hemos hablado en el primer punto
de nuestra reflexión. Ahora podemos ver muy bien por qué quien los acepta, no
pueden tener inteligencia alguna del amor conyugal.
La libertad es la
capacidad de dar. Tanto más libre eres cuanto más capaz eres de amar: la medida
de tu libertad te viene dada por la medida de tu amor. Confundir libertad y
capacidad de no comprometerse jamás hasta el fondo, definitivamente, es reducir
al hombre y conducirlo por el desierto de la soledad árida del
egoísmo.
El amor es más que atracción psico-física. Se enraíza en la
actitud personalista, no en la hedonista. Y en este contexto comprendemos el
significado profundo de la sexualidad humana: es el lenguaje de la comunión
interpersonal. Creo que esta es la primera idea-guía de la Carta del Santo
Padre: la idea de comunión interpersonal (Cfr. Carta, n. 11). [VERDAD
DEL AMOR CONYUGAL Y DIGNIDAD DE LA PERSONA] «Y Dios les bendijo ...
». Mediante la comunión de personas, que se actúa en el matrimonio, el hombre y
la mujer dan inicio a la familia. Es la otra idea clave de la Carta del Santo
Padre; el fruto de la comunión de las personas es una nueva persona.
Indudablemente, este es el misterio más grande que pueda acontecer en la
realidad de la creación. Tocamos aquí un punto central de la doctrina cristiana
del matrimonio. Me limitaré sólo a lo esencial.
Es importante captar la
íntima conexión entre amor conyugal y don de la vida, en ambas direcciones. El
amor conyugal está orientado intrínsecamente a la vida de una nueva persona
(primera dirección) y la vida de una nueva persona debe de surgir del acto que
es propio del amor conyugal; no de un procedimiento técnico de laboratorio
(segunda dirección). ¿Qué es lo que está en la raíz de esta visión? Está la
conciencia de la verdad del amor conyugal y la conciencia de la dignidad de cada
persona, por tanto incluso de la persona que puede ser concebida. Dignidad del
amor conyugal, en primer lugar. El hecho de que dos esposos, convirtiéndose en
una sola carne, puedan poner las condiciones de la concepción de una nueva
persona, no es algo accidental a su recíproco darse. Esta posibilidad de
concebir, cuando existe, es elemento constitutivo de su amor. Tenemos aquí una
visión, la cristiana, muy profunda de la fertilidad humana. Ella no es una
cualidad solamente biológica, de la que el hombre y la mujer puedan deshacerse,
según sus proyectos de vida. Muy concretamente, fertilidad significa capacidad
de hacer ser a una nueva persona humana, significa la posibilidad de la donación
de la paternidad que la esposa puede hacer al esposo y de la maternidad que el
esposo puede hacer a la esposa. Estamos siempre en la lógica del don. En el
momento del acto conyugal, el hombre y la mujer son llamados a confirmar de
manera responsable el recíproco don que han hecho de sí en el pacto conyugal.
Ahora bien, la lógica del don de sí al otro en su totalidad, comporta la
potencial apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a realizarse
aún más plenamente como familia (Cfr. Carta, n. 12).
Pero hay que
considerar todavía otro aspecto del problema: la dignidad de la nueva persona
que puede ser concebida. Para captar lo más profundamente posible esta dignidad,
debemos reflexionar atentamente sobre dos hechos. El primero: la persona humana
no es numerable, porque cada persona humana es absolutamente única. Recurro a
una experiencia de todos para explicarme. Cuando perdemos a una persona amada
porque muere ¿podemos consolarnos diciendo: «es verdad, se ha muerto, pero hay
aún otras muchas personas.»? No tiene ningún sentido. El amor ve en profundidad,
tiene ojos agudos. Ve que la persona es única, no entra en ninguna serie, no
puede ser numerada. En una palabra: cada persona tiene en sí una dignidad
infinita. Pero ¿cuál es la razón, el fundamento de esta grandeza? Es el segundo
hecho sobre el que quisiera llamar vuestra atención. Alguno podría pensar que es
exagerado atribuir a la persona humana una dignidad infinita. ¿Cómo es posible
que sea infinita si se trata de un ser que es finito, limitado y mortal? Es
posible, porque cada persona es amada por Dios. Aquí tocamos verdaderamente el
fondo de nuestro misterio. Es amada por Dios. Y el amor no ama nunca
«genéricamente» sino «personalmente». Dios no ama al género humano; no ama a la
humanidad; ama sólo la persona singular. Era y es el paganismo el que atribuye
más importancia al género que a la persona. Ahora bien, ¿qué significa: «ama la
persona»? ¿Recordáis cuando hemos descrito la actitud personalista? Frente a la
persona, al particular, Dios dice: «¡qué bien [qué bueno] es, qué bello es que
tú existas!».Cada uno de nosotros, en este momento, existe, porque Dios dice:
«¡es bien [bueno], es bello...!».
Ya que esto es en su núcleo esencial el
amor, la contradicción radical al amor es la muerte. Toda persona que ama ha
vivido esta experiencia si ha muerto la persona amada. Todo puede morir, pero no
quien se ama, porque es bien, es bello que exista. Sólo que el amor humano es
incapaz de vencer la muerte. Pero no el amor divino. Este quiere que la persona
viva inmortal. He aquí que estamos en el punto central de esta reflexión, Dios
ama a cada uno, Dios ama a cada uno de nosotros y por ello cada uno, cada
persona singular, es eterna. Este acto de amor de Dios es el fundamento último
de la dignidad infinita de cada uno. Un ser finito está dotado de una dignidad
infinita porque este ser particular que es la persona humana, es amada por Dios.
La Carta, cita, frecuentemente, al respecto, un texto del Concilio Vaticano II,
el cual a su vez lo toma de Sto. Tomás de Aquino: «el hombre es la única
creatura querida por Dios por sí misma».Estas profundas verdades sobre el hombre
son recogidas en la Carta para hacer comprender la sublime dignidad del amor
conyugal en cuanto llamado a dar la vida a una nueva persona humana. Él es la
cooperación con el amor creativo de Dios; es el lugar santo, el templo en el que
Dios celebra el misterio de su amor creador. Si la Iglesia tiene tanto cuidado
de que sea digno el lugar en el que se celebra el misterio del amor redentor, la
Eucaristía, se comprende que tenga tanto cuidado para que sea igualmente digno
también el otro lugar, el amor conyugal.
2.3.«Las dos civilizaciones».
Quisiera ahora reflexionar sobre una tercera, y última idea-clave de la Carta
del Santo Padre: la idea de las dos civilizaciones. Tenemos que partir desde
lejos para comprender estas profundas páginas.
Recordad aún las tres
actitudes de las que he hablado. Ellas en el fondo, son solamente dos. La
actitud utilitarista y la actitud hedonista, son en definitiva la actitud
egoísta: es la afirmación de sí, que puede llegar hasta el uso e incluso al
desprecio del otro. La actitud personalista es la actitud del amor, es la
afirmación de sí (la auto-realización) en el don de sí al otro. Ahora bien, el
hombre no vive en una casa sin puertas ni ventanas: vive en sociedad con los
otros. La consecuencia de esto es que según las actitudes profundas que guían su
libertad, los hombres pueden dar origen o a una «civilización del egoísmo» o a
una «civilización del amor». Más concretamente: ellos producen una cultura, una
civilización que es una mezcla de las dos civilizaciones. San Agustín, que fue
el primero en llevar a cabo una reflexión profunda sobre la historia humana,
llegó a la conclusión de que sobre la tierra existen como dos civilizaciones que
conviven y están mezcladas en el mismo espacio y el mismo tiempo: una ciudad
construida por los hombres que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios y
una ciudad construida por los hombres que aman a Dios hasta el desprecio de sí
mismos.
Alguno podría preguntarse: ¿pero qué tiene que ver todo esto con
nuestra reflexión sobre el amor conyugal, sobre la procreación responsable, en
una palabra sobre la familia? He aquí la respuesta del Santo Padre en la Carta:
«La familia depende por muchos motivos de la civilización del amor, en la cual
encuentra las razones de su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el
centro y el corazón de la civilización del amor» (Carta, n. 13). Y esto es, a
fin de cuentas, la dimensión dramática de toda nuestra reflexión: sin ese
concepto de amor, de don de la vida, de dignidad infinita de la persona, no es
posible la «civilización del amor» y recíprocamente sin la «civilización del
amor», no es posible una experiencia tal de amor y de comunión de personas.
Ahora bien, que exista hoy la posibilidad y la realidad de la civilización,
mejor aún, de la anti-civilización del egoísmo, está confirmado por tantas
tendencias y situaciones de hecho.Frente a esta situación, puede surgir en
nosotros el peligro de hacer nuestro lo que hemos llamado el cuarto prejuicio
sobre el amor conyugal: pensar que, bien considerado, el amor conyugal tal y
como lo piensa la Iglesia, es imposible, es una bella fábula, todo lo bella que
se quiera, pero fábula. Es, como decía, el prejuicio más peligroso, desde un
cierto punto de vista, porque decapita el deseo más profundo que existe en el
corazón humano; el deseo de una felicidad plena. Quisiera hacer al respecto
algunas reflexiones conclusivas. Conclusión Es verdad: el
hombre y la mujer son incapaces de amarse completamente, definitivamente, de
darse para siempre y totalmente. Esta constitucional incapacidad de amar es
nuestra enfermedad mortal. En sentido literal: es la enfermedad que nos lleva a
la muerte, como individuos y como naciones.
Sin embargo, todo esto es
verdad sólo en parte, no es toda la verdad. Ha intervenido un hecho nuevo que ha
cambiado el corazón del hombre y de la mujer. «El Buen Pastor está con nosotros
en todas partes. Igual que estaba en Caná de Galilea, como Esposo entre los
esposos que se entregaban recíprocamente para toda la vida, el Buen Pastor está
hoy con nosotros como motivo de esperanza, fuerza de los corazones, fuente de
entusiasmo siempre nuevo y signo de la victoria de la "civilización del amor".
Jesús, el Buen Pastor, nos repite: No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros.
"Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). ¿De
dónde viene tanta fuerza? ¿De dónde procede la certeza de que tú, Hijo de Dios,
estás con nosotros, aunque te hayan matado y hayas muerto como todo ser humano?
¿De dónde viene esta certeza? Dice el evangelista: "Los amó hasta el extremo"
(Jn 13, 1). Por esto Tú nos amas, Tú que eres el Primero y el último, el que
vive; Tú que estuviste muerto, pero ahora estás vivo para siempre (Cf. Ap 1,
17-18)». (Carta, n. 18).
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