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Diagnóstico de Valores en el Tiempo
Presente |
Si se examinan las mentalidades y
formas de vida que hoy imperan en Occidente, se detectan cuatro problemas de
fondo en que se juega la posibilidad de un futuro digno del hombre. El
relativismo, la concepción de los derechos humanos, la idea y práctica de la
sexualidad, y el consumismo son cuestiones de las que nadie puede considerarse
al margen. Ante las tendencias disolventes en estos terrenos, se presenta una
oportunidad de ser rebeldes, para crear otros modos de pensar y de vivir más
conformes con la dignidad de la persona.
Podemos considerar el
relativismo cultural como el primer problema, el más profundo y abarcante, que
ofrece hoy día relevancia intelectual. Como ha señalado Pierre Manent en su
libro La ciudad del hombre, lo que se encuentra en la raíz del relativismo
cultural es el abandono de la noción de naturaleza y, con ella, de la visión
teleológica del hombre y de la entera realidad. Con mucho acierto, Pierre Manent
sitúa en el siglo XVII la época en la que la humanidad europea se decide a echar
por la borda de una buena vez la idea de naturaleza humana. Y el autor más
representativo de esta operación ideológica no es otro que John
Locke.
Esto va unido a unas variaciones en el modo de vida que suponen el
cambio de los parámetros comunitarios propios de la polis o de la civitas por
otros, característicos de las sociedades modernas, en las que la clave
relacional ya no es la amistad cívica sino el comercio.
El comercio no
tiene patria ni aspiraciones de perfeccionamiento. Es una combinatoria anónima
cuyo único propósito consiste en la mejora de las condiciones materiales de vida
y, por decirlo de una manera que para Locke no es trivial, en el logro de la
comodidad, del comfort. El comercio es defensivo, huidizo: no busca ya el vivir
bien de los clásicos y cristianos, sino meramente el sobrevivir de la manera más
placentera posible.
La vida buena, las humanidades, la religión, la
cultura, se convierten entonces en una creación circunstancial e histórica del
propio hombre. Y, por lo tanto, poseen un valor estrictamente relativo. A su
vez, el modo comercial de vida –que sigue siendo el nuestro– fomenta la
globalización, la movilidad de la población y, por lo tanto, el
multiculturalismo, que viene a ofrecer en un solo golpe de vista el
abigarramiento de las diferentes creencias, valoraciones, creaciones artísticas,
gustos, preferencias o estructuras familiares. Ética
leve En una situación de esta índole, la virtud fundamental es la
tolerancia. Lejos de toda pretensión de superioridad o exclusivismo, cada
cultura o religión debe concebirse a sí misma como una más entre otras. Lo
contrario sería dogmatismo o fanatismo –eso que hoy día se llama
fundamentalismo–, que es lo único que la tolerancia no debe
tolerar.
Evidentemente, tal visión de la realidad social abre camino a
una concepción minimalista, leve, light de la moralidad. Es la ética sin
metafísica y, por los mismos motivos, un enfoque de la convivencia social que
-por utilizar la expresión de John Rawls- se caracteriza por ser político, no
metafísico. Como ya no se admite que haya una naturaleza –y tampoco, por ende,
que haya cosas que sean según la naturaleza o contra la naturaleza–, la ética es
exclusivamente procedimental o funcional: es la moral del buen
funcionamiento.
Sin embargo, a la luz de lo acontecido en estos tres
últimos siglos, cabe decir que “el funcionalismo no funciona”. El olvido de la
naturaleza –que, por más que nos empeñemos en negarlo, sigue siendo nuestra
manera fundamental de ser- lleva consigo un completo descoyuntamiento de la vida
personal y social. Sin necesidad de echar cuentas de quebrantos y ganancias de
este período, basta con fijarnos en la pérdida de sustancia moral característica
de las sociedades actuales, en las que lo que empieza a ser problemático es
justamente aquello que ante todo se pretendía, a saber, sobrevivir de una manera
mínimamente digna. La verdad es subversiva Como moraleja de
estas disquisiciones, puede servir la recomendación de una relectura de dos
encíclicas que mutuamente se complementan y que presentan un extraordinario
valor histórico en el fin del milenio: Veritatis splendor y Fides et ratio.
Ambos documentos nos vienen a decir –el primero en clave práctica y el segundo
en clave teórica– que lo más grave de esta época reside en la falta de un
pensamiento que esté a la altura de los tiempos y de la condición
humana.
Es la paradoja de un pensamiento que ha perdido su finalidad
propia: la orientación de toda la vida hacia la verdad, como perfeccionamiento
último del hombre. Es preciso que redescubramos la tremenda fuerza de la verdad,
el interés absoluto de la verdad, el valor inalienable de la verdad. Como dice
Leonardo Polo, la verdad no tiene sustituto útil, no se puede reemplazar por
nada que resulte igualmente válido. Hoy día, decir la verdad siempre –sin
componendas, cesiones o compromisos- es la estrategia subversiva por excelencia.
Desde luego resulta peligrosa para quien la proclama, pero sobre todo es dañina
para quien procura ocultarla por su puro y simple acallamiento, o por la
relativización de algo que es en sí mismo absoluto.
El relativismo es un
modo muy deficiente de pensar, que no resiste los primeros embates de una
crítica mínimamente rigurosa. Constituye, más bien, un modo de no pensar, de
acomodar la vida a las circunstancias inmediatas, sin estridencias, y dedicarse
al consumo y al comfort. Entender los derechos humanos Por
muy relativista que se sea, toda persona humana y toda sociedad necesitan un
marco de referencia, algo en lo que confiar y en lo que creer. Pues bien, a la
luz de lo dicho y de una cuidadosa exploración de nuestro entorno cultural, cabe
advertir que las únicas referencias “políticamente correctas” son los derechos
humanos.
Expulsada por la puerta, la humana naturaleza vuelve a entrar
por la ventana. ¿Qué podría significar el calificativo humanos que se une al
sustantivo derechos sino aquello que es propio del hombre, que le corresponde
por su propia esencia o naturaleza? Bien entendidos, los derechos humanos no son
otra cosa que lo que antes se llamaba derecho natural o ley natural, sin entrar
ahora en otras precisiones conceptuales. Y aquí nos encontramos con una pieza
doctrinal, culturalmente acreditada, de la que cabe echar constantemente mano,
no por oportunismo o táctica, sino justo por atenerse a la verdad del hombre que
en tales derechos se expresa.
Ahora bien, sería ingenuo pensar que el
sentido actualmente dominante de la expresión derechos humanos fuera justamente
el de derecho natural o ley natural, por más revisiones y actualizaciones que se
hagan de estos conceptos clásicos. En lo que podríamos llamar “semántica de los
derechos humanos”, la acepción predominante en la modernidad no puede ser otra
que la de unos atributos que -a falta de cualidades naturales- el hombre se da a
sí mismo, como reivindicación de esa autonomía absoluta que le confiere
precisamente el haberse librado de una naturaleza heterónoma. Así entendidos,
los “derechos humanos” no admiten límite: siempre se pueden reivindicar derechos
humanos “nuevos”, aunque ello suponga transgredir aquellos otros “viejos” y
seguramente más fundamentales. En su acepción ideológica radicalizada, los
llamados “derechos humanos” son esencialmente insolidarios: algo que alguien
reivindica contra otro.
Es imprescindible ganar la “batalla retórica” de
los derechos humanos; no permitir que deriven irreversiblemente hacia su versión
individualista y agnóstica; abrir un camino cada vez más ancho a su versión
cognitivista, es decir, aquella que se basa en la admisión de la capacidad que
el hombre tiene para conocer su propia naturaleza. Materialismo
artificial En el fondo de las graves confusiones con las que nos
enfrentamos al doblar el cabo del milenio, se encuentra una concepción del mundo
y del hombre que consiste en un materialismo cada vez más sofisticado y, por
ello mismo, más radical. Ya nadie niega que haya esferas de la realidad que no
responden a simples procesos físico-químicos, entre otras cosas porque se ha
descubierto paso a paso que tales procesos nada tienen de simples, en el sentido
de susceptibles de una explicación simplista. Lo que sucede es que, por más que
haya evolucionado la ciencia contemporánea, en el fondo seguimos pensando que
todo acaba por reducirse a materia y movimiento local, es decir, a un mecanismo
que no se distingue esencialmente de los que el hombre mismo puede
fabricar.
El ejemplo más profundo y más claro es el de nuestro propio
conocimiento. La gran hazaña intelectual de Husserl y la fenomenología es haber
demostrado, de manera invulnerable, que el conocimiento humano no consiste en
los procesos psico-físicos de nuestra mente. Porque, en realidad, en la mente no
hay procesos, sino actos. Y, en último término, porque no existe algo así como
un recinto de internos fenómenos psíquicos –al que llamamos “mente”- que
transcurrirían en paralelo a los externos fenómenos físicos.
Que no estoy
exagerando demasiado es algo que se demuestra en los actuales debates sobre
inteligencia artificial. En los laboratorios de las universidades
norteamericanas ya constituye una especie de broma el animar a alguien a que
pida una subvención pública o privada para llevar a cabo una investigación en
inteligencia artificial, por la fundamental razón de que es un campo en el que
se ha prometido mucho y no se ha producido casi nada. Y, sin embargo, cada vez
está más extendida la idea de que nuestro cerebro es una especie de potentísimo
ordenador, al cual se pueden reducir todos los procesos
mentales. Culto al cuerpo ¿A qué se debe que hayamos
perdido lo que se podría llamar el “sentido del espíritu”, la convicción de que
ahí reside la realidad verdadera, la fuerza más poderosa? Se debe a que se ha
incorporado a nuestra visión del mundo el lema “la fuerza viene de abajo”, de la
estructura material y básica, que condiciona la superestructura más o menos
adjetiva y evanescente, donde acontecen los fenómenos de tipo cultural o
“espiritual”, en un sentido completamente desvaído de esta última palabra.
Pensar así equivale a ser marxista sin saberlo. Por eso produce cierta triste
gracia ver cómo a materialistas resabiados se les llena la boca hablando de “la
caída del muro de Berlín”: al fin y al cabo han tenido que recurrir a un hecho
material y anecdótico (el derrumbamiento de una pared), para visualizar un
evento histórico que está lejos de haberse resuelto de una vez por
todas.
Decía Goethe, en el que se inspira Nietzsche y en general los
“filósofos de la sospecha”: “gris es la ciencia y verde el árbol de la vida”. El
espíritu es de un gris tristón y desvaído -”el último humo de una realidad que
se apaga”, diría Nietzsche-, mientras que el cuerpo resplandece con
sentimientos, emociones, perspectivas y visos siempre nuevos. El materialismo de
esta época es, sobre todo, un corporalismo: culto al cuerpo. Corporalismos son,
al cabo, la new age, la meditación trascendental, el yoga y demás
orientalismos.
El auténtico “culto al espíritu” no puede separarse del
culto a Dios: de lo contrario, degenera en corporalismos cada vez más
ambiciosos, porque se acaban atribuyendo al cuerpo aquellas características del
espíritu que todavía no se han disipado del todo. Como decía el Beato Josemaría
Escrivá, es preciso materializar la vida sobrenatural, que es justamente lo
contrario de “espiritualizar” la materia.
Esta es la clave: hay que
afirmar, por todos los medios, la primacía del espíritu sobre la materia. Y este
sentido de la realidad y eficacia del espíritu procede reincorporarlo a la vida
diaria, al común vivir y sentir de las gentes, hasta en los detalles
aparentemente más intrascendentes: desde decir “adiós” en lugar de “venga”,
hasta redescubrir el profundo sentido espiritual de la alimentación humana;
desde añadir “si Dios quiere” al formular un proyecto o previsión, hasta
defender las tradiciones cristianas. Sexualidad
exhibicionista Nada tiene de extraño que ese difuminado materialismo
teórico desemboque en numerosas y variadas manifestaciones de materialismo
práctico.
La primera y más llamativa es la que deriva de la llamada
“revolución sexual”, producto de las ideas de 1968 y de las técnicas
anticonceptivas. Como ha señalado Fernando Inciarte, este es quizá el único
ejemplo claro y delimitable de lo que el marxismo entiende por “revolución”: la
transformación de unas condiciones materiales que genera un cambio moral y
religioso, una mutación de las costumbres y los modos de vida. Se dirá que
siempre ha habido disolución moral en el campo de la sexualidad. Pero lo que es
un fenómeno del todo nuevo es el permisivismo completo en muchos ambientes,
hasta llegar a la exaltación del sexo y la normalización social de las
perversiones sexuales. La pérdida del pudor, del respeto al cuerpo propio y
ajeno, de la vergüenza en exhibirlo ante propios y extraños es quizá el fenómeno
moral más grave con el que nos enfrentamos en este fin de siglo.
Detrás
de esta realidad social hay toda una labor de ejercicio de la “sospecha”
intelectual que viene de muy atrás. Existe también una estrategia de seducción y
perversión, desde la infancia hasta la vejez, que ha conducido a una penosa
“sexualización” del arte y de la moda, por no hablar de la publicidad, el cine
y, por supuesto, la televisión.
Por debajo de estas manifestaciones se
encuentra lo que antes llamaba “corporalismo”, culto al cuerpo, preocupación
excesiva por la apariencia externa –causante de tantas anorexias–, por la salud,
por la comida, por el descanso, etc. Reeducar el gusto Pero
incluso en este terreno tan pantanoso resulta que hay lo que un colega mío llamó
“límites invulnerables del ethos social”. Será difícil –por ejemplo– decir
siempre la verdad, pero tampoco se puede llegar a mentir siempre o casi siempre,
porque entonces la sociedad se disolvería. La corrupción sexual también registra
efectos, por así decirlo, de rebote, que es preciso aprovechar con astucia de
serpiente (no se me ocurre otro terreno más adecuado para aplicar tan olvidado
mandato evangélico).
Ahora bien, el trabajo más eficaz es siempre el
positivo. Por señalar una vía, apuntaría a la recuperación de los clásicos. De
sus obras artísticas y literarias cabría decir justamente lo contrario de lo
señalado en las producciones actuales: que es muy raro encontrarse con
representaciones o relatos escabrosos (aunque nada se deja sin tratar con toda
naturalidad: basta pensar en la Biblia, en El Quijote, en Shakespeare, ¡en
Quevedo!, o en la serenidad de los desnudos que aparecen continuamente en la
pintura y escultura clásicas). Se trata de una re-educación del gusto, es decir,
de que llegue de nuevo a agradar lo bello y lo bueno, y a repeler o disgustar lo
soez y desvergonzado. Y en este campo no es improcedente cultivar un sentido de
la excelencia y hasta, si se me permite, una cierta discriminación.
El
consumo, por último. Evidentemente, hay que consumir, porque de lo contrario uno
se muere o malvive. Pero poner en el consumo el núcleo de la vida es una
estrategia mortal. Los lujos de ayer se redefinen como necesidades de mañana,
decía Daniel Bell en ese libro imprescindible que sigue siendo Las
contradicciones culturales del capitalismo. Y si la economía actual exige la
expansión indefinida del consumo, es que se trata de una economía mal pensada,
humanamente deplorable. Sobriedad, elegancia del espíritu Y
aquí entran de lleno las viejas virtudes morales, que ahora se están
redescubriendo no sin cierto asombro. Solo con vivir la justicia distributivo se
evitarían gran parte de los males del consumismo, que es una enfermedad social
corrosiva y epidémica. De manera que la difusión de la labor de las ONGs
asistenciales (y honradas), el fomento del voluntariado, la reivindicación del
famoso 0,7% y la promoción de una cooperación internacional mucho más eficaz son
acciones que van en la buena dirección. Se trata de llegar, por todos los medios
posibles, a una situación en la que la riqueza común sea compatible con la
austeridad personal, sin que los consabidos indicadores económicos hagan sonar
sus apocalípticas señales de alarma.
Como indica Schumacher en Lo pequeño
es hermoso –otro libro de obligada relectura–, la virtud que hoy más necesitamos
es la sobriedad. Y la sobriedad es la elegancia del espíritu.
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