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Educar para la
Veracidad |
La veracidad es otro de los
presupuestos básicos de la vida moral. La persona falaz o mentirosa no solo
encarna un gran disvalor moral, como la avariciosa o intemperante, sino que está
mutilada en toda su personalidad, en toda su vida moral: todo cuanto hay en ella
de moralmente positivo está amenazado por su falsedad y resulta incluso
sospechoso; su postura hacia el mundo de los valores está afectada en su mismo
centro.
La persona falsa carece de la actitud de reverencia a los
valores: asume una posición de dominio sobre los seres, los trata a su antojo,
como si fueran una simple ilusión, un juguete de su capricho arbitrario; no
percibe el valor inherente al simple hecho de ser ni la dignidad que el ser
posee en cuanto opuesto a la nada; no respeta la obligación fundamental de
reconocer todo lo que existe en su realidad, de no interpretar lo negro como
blanco, de no contradecir los hechos; se comporta como si no existiera la
realidad. Obviamente, esta actitud implica un elemento de arrogancia, de
irreverencia, de impertinencia. Tratar a otra persona «como si fuera aire»,
actuar como si no existieran otras personas, es quizá la mayor evidencia de
desdén y desprecio. La persona falsa adopta esta actitud con respecto a toda la
realidad. El loco desprecia el ser en cuanto ser porque no lo capta. La persona
falsa sí lo capta, pero rechaza dar la respuesta debida al valor y a la dignidad
del ser simplemente porque le resulta inconveniente o desagradable. Su desprecio
del ser es consciente y culpable.
El mentiroso considera que todo el
mundo es, hasta cierto punto, un instrumento para sus propios fines; todo lo que
existe es solo un instrumento a su servicio: cuando no puede usar algo, entonces
lo trata como si no existiera y lo coloca en esa categoría.
Debemos
distinguir tres tipos de falsedad. En primer lugar, la del mentiroso
experimentado que no ve nada malo en afirmar lo contrario de lo que es verdad
cuando le conviene. Se trata de una persona que, claramente y conscientemente,
engaña y traiciona a otras para conseguir sus objetivos, como Yago en el Otelo
de Shakespeare, o Franz Moor en el Robbers de Schiller, aunque en estos dos
encontramos una específica perversidad de intención que no necesariamente tiene
todo mentiroso: hay algunos cuyos objetivos son menos malvados.
El
segundo tipo es la de quien se miente a sí mismo y, en consecuencia, a los
demás: con la mayor tranquilidad borra de su mente todo lo que le resulta
difícil o desagradable, y no solo esconde su cabeza como un avestruz, sino que
se convence a sí mismo de que va a hacer algo, cuando sabe perfectamente que no
va a hacer nada; no quiere reconocer sus propias faltas y, ante cualquier
situación que le resulta humillante o embarazosa, tergiversa enseguida su
significado para disimularla. La diferencia entre este tipo de persona falsa y
el hipócrita o mentiroso experimentado es evidente: aquella defrauda, sobre
todo, a sí misma y solo indirectamente a las demás; se engaña primero a sí misma
y, luego, a las demás, parcialmente de buena fe; no posee ni la intencionalidad
del mentiroso ni su claridad de mente y, en general, le falta su malicia y su
astuta mezquindad. En la mayoría de los casos, suscita nuestra compasión. Pero
no deja de ser culpable porque rehúsa dar la respuesta debida a los valores y a
la dignidad del ser, y tácitamente se arroga una soberanía injustificada sobre
el mismo ser. Por supuesto, no tiene la impertinencia respecto a la verdad
propia del otro tipo de mentiroso: un cierto respeto le impide caer en la
negligencia consciente y en la distorsión neta de la verdad. No se atreve a
asumir su responsabilidad, y carece de la valentía del hipócrita. Se autoengaña
para eludir el conflicto entre sus inclinaciones y el respeto por la verdad. Hay
algo específicamente cobarde e inconsistente en su naturaleza: un ingenio más
instintivo sustituye a la astucia y a la sofisticación del mentiroso.
El
verdadero mentiroso tiene plena advertencia del hecho de que miente; sabe que
está ocultando la realidad. El segundo tipo de persona falsa, como vive
constantemente en el autoengaño, no es consciente del hecho de que no percibe la
verdad en juego. Precisamente porque distorsiona y malinterpreta los hechos, no
percibe ningún conflicto con la verdad cuando miente.
A pesar de que este
tipo de mentiroso es, generalmente, menos malvado (excepto en el caso del
fariseo, que no ve la viga en su propio ojo, y es malvado en el más profundo
sentido de la palabra) y habitualmente menos responsable, sin embargo, las
consecuencias de su actitud insincera sobre toda su vida moral son inmensas:
nunca podremos tomar en serio a este tipo de persona. Su acción moral puede ser
correcta en casos concretos, cuando la respuesta al valor no implica ningún
conflicto con su orgullo o su concupiscencia. Pero en cuanto se le pide algo que
le resulta desagradable, tratará de eludirlo, aunque no sea consciente de hacer
oídos sordos a la llamada de los valores; se refugiará en la ilusión de que, por
una razón u otra, tal exigencia no va con él o es solo aparente o ya la ha
satisfecho. El interior de tales personas es semejante a las arenas movedizas:
no se puede hacer presa en ellas; siempre evitan encontrarse en un compromiso.
Aunque el verdadero mentiroso, el que miente a sabiendas, es, desde el punto de
vista moral, aún más reprensible que el otro, el que se engaña a sí mismo, es
más fácil la conversión del primero que del segundo. El interior de este último
está afectado por una gran enfermedad: el mal ha tomado posesión del nivel
psicológico más profundo; vive en un mundo de ilusión. Sin embargo, su falsedad
lleva su parte de culpa, ya que podría ser corregida por una conversión de la
voluntad, por la aceptación del sacrificio, por la entrega incondicional al
mundo de los valores.
En el tercer tipo de falsedad, la ruptura con la
verdad es aún menos reprensible, pero más profunda, y se refleja todavía más en
el mismo ser de los mentirosos de este tipo: su personalidad es decepcionante;
son incapaces de experimentar una alegría verdadera, un entusiamo genuino, un
amor auténtico; todas sus actitudes son fingidas y llevan el sello de la pura
apariencia. Este tipo de personas no pretenden engañarse a sí mismas ni
defraudar o embaucar a los demás, pero son incapaces de establecer un contacto
verdadero y genuino con el mundo, porque están encerradas en sí mismas, siempre
mirándose a sí mismas, con lo que destruyen la substancia interior de sus
actitudes. La falta no reside en su distorsión del ser, en su falta de respuesta
a la dignidad de este, sino en el hecho de estar centradas en sí mismas, con lo
que sus respuestas resultan vacías y su personalidad fingida.
Son como
seres fantasmales, ficticios: aunque su intención es recta, sus alegrías y sus
penas son artificiales. Su falta de autenticidad proviene de que todas sus
actitudes no están realmente motivadas por el objeto y no surgen por el contacto
con él, sino que son simuladas artificiosamente; aparentan conformarse con el
objeto, pero en realidad son solo fantasmas sin substancia.
Esta falta de
autenticidad se puede manifestar de distintas maneras y, sobre todo, puede
asumir diferentes dimensiones: en primer lugar, la encontramos en la persona
amanerada, cuya conducta exterior, aunque no esté simulada a propósito, es
artificial, ficticia, sin naturalidad; en segundo lugar, la encontramos en las
personas fácilmente sugestionables, cuyas opiniones y convicciones les son
impuestas por otros, y que solo repiten lo que han dicho los demás sin dejarse
influenciar verdaderamente por el objeto en cuestión; en tercer lugar, la
encontramos en la persona exagerada, que lo magnifica todo: las penas, las
alegrías, el amor, el odio, el entusiasmo; fomenta artificialmente todas estas
actitudes porque se complace en ellas.
Semejante falta de autenticidad,
tal como la acabamos de describir en sus tres tipos, es incluso menos mala que
la del que se engaña a sí mismo, pero la vida moral no puede basarse en ella,
porque tanto el bien como el mal resultan invalidados por esa actitud
artificial, que todo lo convierte en irreal, ficticio, inexistente. Esta
falsedad substancial se considera también culpable porque proviene del rechazo
definitivo a entregarse a los valores, de una actitud fundamental de
orgullo.
La persona realmente veraz es lo opuesto a los tres tipos de
falsedad que acabamos de exponer: es genuina, no se engaña ni a sí misma ni a
nadie. A causa de su profunda reverencia por la majestuosidad del ser, comprende
la exigencia básica del valor que inhiere en toda realidad, es decir, la
obligación de pagar tributo a todo objeto que existe, de conformarnos a la
verdad en todas nuestras afirmaciones, de abstenernos de construir un mundo de
ficción y vaciedad. Toma en consideración la situación metafísica del hombre: no
es omnipotente, por lo que el ser no tiene que rendirse ante él como si fuese
una simple quimera; se toma en serio la verdad no solo con respecto a cada una
de las cosas y circunstancias que se le presentan a su mente, sino también con
respecto a su existencia en el mundo. Comprende el valor de la verdad y los
valores negativos de la mentira, de la falsedad y de la rebelión interior contra
el mundo de los valores, en última instancia, contra Dios, el Ser Absoluto, el
Señor del ser. Comprende la responsabilidad que el hombre, por su dimensión
espiritual, tiene respecto a la verdad, y que debe estar presente en su
capacidad para poner de manifiesto el ser en toda afirmación que hace. Comprende
la solemnidad inherente a toda afirmación, porque estamos siempre llamados a dar
testimonio de la verdad.
La persona veraz pone las exigencias de los
valores por encima de cualquier deseo subjetivo de su egoísmo o su comodidad. En
consecuencia, aborrece todo autoengaño; percibe todo el sentido negativo que hay
en la huida cobarde de las exigencias objetivas de los valores; preferiría
conocer la verdad más amarga que disfrutar de una felicidad imaginaria; ve con
absoluta claridad todo el sinsentido de cualquier escapada a lo irreal, la
completa inutilidad y futilidad de este tipo de conducta, la vaciedad y
superficialidad de toda falacia.Además, la persona veraz tiene una relación
«clásica» con el ser, es genuina y auténtica en todas sus actitudes y acciones:
no está dispuesta a aparentar, no embellece ni adorna las experiencias que
verdaderamente ha tenido, no se retuerce para mirarse a sí misma en lugar de
mirar al objeto que le pide una respuesta. Es genuina y honesta, objetiva en el
más alto sentido de la palabra; posee la actitud básica de verdadera entrega a
los valores; se mantiene libre de orgullo, de manera que no se ve empujado a
arrogarse otra posición en el mundo distinta de la que le corresponde. Así, no
falsifica el alcance de ninguna experiencia, sino que reconoce el carácter de
cada una tal como es en realidad. La persona veraz no busca compensación
a sus complejos de inferioridad. La relación expresada con las palabras: ala
humildad es la verdad», se puede formular también al revés: «solo la persona
humilde es realmente verdadera». La fuente de toda inautenticidad y de toda
falsedad reside en el deseo orgulloso de ser algo diferente de lo que uno es.
Por el contrario, la profunda aceptación del ser, de la verdad, es el fundamento
de todo lo genuino y verdadero. Esto no se entiende bien cuando se considera
como personas especialmentes veraces al pesimista, al escéptico, al que no
quiere reconocer cualquier realidad por encima de lo palpable, al fatalista que
renuncia a toda intervención en el mundo y que desconfía de todo progreso y todo
desarrollo. Nos enfrentamos a un gran equívoco: tales personas no acogen toda la
realidad, sino solo una parte; no perciben las exigencias de los valores ni las
promesas de cambio, desarrollo y elevación del propio ser contenidas en ellos;
menosprecian su sentido, que pertenece al mundo del ser tanto como la piedra que
vemos en el suelo o el aire que respiramos. Por consiguiente, no son del todo
verdaderos, porque dan su asentimiento solo a los estratos superficiales del ser
y no a los más profundos e importantes. Ahora bien, el desarrollo y la
transformación de un hombre deben tener lugar dentro del marco de su
personalidad y sus capacidades, es decir, deben ser ontológicamente verdaderos y
no consistir en una ilusión o en un escape a la fantasía. (Aquí, por supuesto,
no me refiero a la transformación moral, que es siempre asequible para cualquier
persona.)
Hay varios elementos en el carácter específicamente negativo de
la mentira, ejemplo clásico de falsedad. En primer lugar, constituye una
rebelión contra la dignidad del ser en cuanto tal, una arrogancia irreverente,
un desprecio de la obligación fundamental de conformarnos al ser. Mentir
representa un mal uso de la cualidad confiada a nosotros como testigos del ser
en la palabra hablada o escrita. En segundo lugar, debemos tener en cuenta el
engaño a otra persona que supone toda mentira. Engañar a una persona implica una
falta absoluta de respeto; no tomarla en serio; no reconocer el valor inherente
a toda persona por su dimensión espiritual; despreciar su dignidad, su derecho
fundamental a conocer la verdad; pero, sobre todo, pone al descubierto una
profunda falta de caridad y un abuso de la confianza que la otra persona ha
puesto en nosotros. Estos elementos están presentes en todo engaño deliberado a
otra persona, especialmente en el caso de una falsa afirmación, de una mentira.
La comunicación por medio de palabras, en sentido propio, implica una relación
explícita «Yo Tú»; hace referencia de manera tan explícita a la confianza de una
persona en otra, que la falta de caridad y la traición a otra persona resulta,
en este caso, más sorprendente y más significativa que en el caso del engaño por
medio de la ambigüedad o de una conducta equivocada.
Ahora bien, hay
casos en los que el engaño en cuanto tal está permitido, o incluso mandado. Por
ejemplo, si un criminal nos persigue, es lícito engañarlo, de una manera u otra,
acerca de nuestro domicilio. Es obligatorio cuando podemos causar un grave daño,
físico o moral, a otra persona si decimos la verdad. En este caso, no es falta
de caridad engañar; por el contrario, es una cariñosa amabilidad. Así pues, en
algunos casos está permitido engañar a otras personas, y en otros estamos
obligados. Pero esto lo podemos hacer solo por medio de nuestra interpretación
de una determinada situación, pero no por medio de una mentira.
La
veracidad es, como la reverencia, la fidelidad o la constancia, básica para toda
nuestra vida moral. Como las otras virtudes, es portadora de un alto valor y es
presupuesto indispensable de toda personalidad para que los genuinos valores
morales puedan florecer en su plenitud. Esto es así en todos los ámbitos de la
vida: la veracidad es fundamental para una auténtica vida en comunidad, para
toda relación interpersonal, para todo amor verdadero, para todo trabajo, para
el verdadero conocimiento, para la autoeducación y parala relación con Dios.
En efecto, es un elemento esencial de la veracidad, en sentido propio,
su relación con la Fuente absoluta de todo ser, Dios. En última instancia, toda
falsedad singifica una negación de Dios, una huida de Él. La educación que no
pone énfasis en la autenticidad y en la veracidad está condenada al fracaso.
Actitudes morales fundamentales Título original: The art of
livingAutor: D. y A. von HildebrandTraducción, introducción y notas: Aurelio
AnsaldoColección: Biblioteca PalabraEdiciones Palabra, S.A.
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