|
Aprender la
sonrisa |
La educación consiste principalmente
en hacer crecer al educando, sacar lo mejor que hay en él y hacerle feliz. Esta
tarea, grandiosa y magnánima, se contempla a veces desde una perspectiva
esforzada y, en bastantes ocasiones, infeliz.
Hacer felices a los demás
-que eso es la educación- puede y debe ser también una tarea divertida. Por eso
los padres debieran olvidarse un poco de los sacrificios que conlleva su misión
y aprender que educar es un proceso divertido. Así como los padres educan en
la sinceridad, laboriosidad, puntualidad, etcétera, pueden y deben hacerlo en la
diversión, es decir, en la capacidad de holgarse y cultivar el ocio, mientras se
solaza el espíritu. Educar para la felicidad Resulta
paradójico que, con frecuencia, los padres lo pasen tan mal cuando se trata de
la educación de sus hijos. ¿Es que acaso no saben divertirse? ¿Es que la
educación de sus hijos no es una actividad que se ordena a la felicidad? Si los
padres no saben divertirse con sus hijos es que, probablemente, no tienen
proyecto como padres. En ese caso, el problema no está en los hijos, sino en los
padres. Y, por consiguiente, lo mejor que podrían hacer para aprender a
divertirse con los hijos sería concebir un proyecto, en tanto que
padres.
Afirmamos que la educación es el proceso por cuya virtud se ayuda
al educando a ser feliz. En el fondo, toda educación o es educación para la vida
feliz -educación en la felicidad- o no es tal educación.
La educación
familiar no se restringe ni coincide con la formal que se imparte en la escuela.
Los padres educan en todo y tomando ocasión de todo lo que acontece en la
vida.
Es su obligación educar en la alegría, lealtad, fortaleza, ocio,
generosidad, es decir, en todo. Y eso porque el ser desvalido e indefenso que es
cada hijo necesita ser educado en todos los valores. Pero como los valores son
indefinidos en su número y el hijo es un ser abierto e irrestricto
(potencialmente con limitaciones o con muy pocas), que por su natural
indefensión no dispone de ningún marco axiológico determinado, los padres están
naturalmente forzados a hacerlo. Pero también ellos han de educar a sus hijos,
principal aunque no exclusivamente, tomando ocasión de cuanto acontece en sus
propias vidas. Padres en escaparate El modo en que un
padre responde ante una fiesta de cumpleaños, el frío, insomnio o contrariedad
laboral sirve también --y mucho-- a la educación de los hijos. Y es que los
padres constituyen el modelo natural más próximo a los hijos, que éstos tratarán
de imitar y más tarde interiorizar hasta identificarse con ellos. Por
consiguiente, cualquier comportamiento de los padres tiene ya un valor educativo
en los hijos, y es que como dice el refrán: «El mejor ejemplo es fray Ejemplo».
Por eso, precisamente, es tan difícil ser, en tanto que padre, un buen educador.
Los padres están siempre como en escaparate: hagan lo que hagan serán
observados y juzgados por sus hijos. De aquí que esta profesión -si se puede
hablar así- sea la más difícil de todas.
Por otra parte, cada hijo en el
momento de nacer es ya en sí mismo una cierta perfección: la perfección de ser.
Admitamos, por el momento, que cada hijo al nacer, tiene ciertas perfecciones
iniciales. Pero no son del todo perfectas. Están llamadas a completarse en el
tiempo. Por consiguiente, son mejorables, optimizables. La educación no es otra
cosa que el proceso mediante el cual se ayuda a los hijos a realizar, en su más
alto grado, sus perfecciones iniciales. El desarrollo de esa perfectibilidad se
conoce con los términos de felicidad, persona y educación. Los padres
debieran sentirse felices desarrollando las perfecciones de sus hijos, que es a
su vez lo que de verdad hace a éstos felices.
Si una persona contribuye
a hacer feliz a otra -a pesar del esfuerzo que ello suponga-, necesariamente
habrá de ser feliz; no tanto por lo que espera de respuesta un día lejano, sino
porque, por naturalidad y participación, los padres se sienten implicados y
personalmente satisfechos con la felicidad de sus hijos. Para cualquier padre su
mayor gozo es que sus hijos sean felices. La felicidad de los hijos corona de
felicidad la cabeza de los padres. Cuando no
valgo Concebida de este modo la educación, la misión de los padres
consiste en motivar a los hijos -además de enseñarles a desarrollar estas
perfecciones-, a ser felices; es decir, en definitiva, a conocerse, a ser lo que
cada uno quiere y debe ser.
Con frecuencia ocurre, sin embargo, que los
hijos no se conocen a sí mismos. Dos son en este punto los errores más
frecuentes. En primer lugar, el error de infraestimación, que consiste en
autovalorarse en menos de lo que valen.
Muchas veces he descubierto cómo
ciertos alumnos que creían no tener capacidad alguna para estudiar estadística,
por ejemplo, estaban excelentemente dotados para ese aprendizaje. Pero si, como
ocurría, desconocían e ignoraban su propia capacidad, lo lógico es que no
aspiraran a perfeccionarla, desmotivándose ante cualquier problema pequeño y
acabando por abandonar el estudio. En esas circunstancias, basta con ayudarles a
conocerse mejor -a descubrir capacidades-. La gran escritora que no
escribía En segundo lugar, el error de sobreestimación consistente en
atribuirse, sin ningún fundamento las más de las veces, una perfección,
capacidad o destreza que en absoluto se tiene. Este es el caso, por ejemplo, de
alguna alumna que soñaba ser una excelente escritora sin que jamás hubiera
escrito ni una cuartilla. Un buen día, se puso a hacerlo y apenas si garabateó
dos frases inconexas que cualquier chico de secundaria hubiera redactado mejor.
A esta experiencia de percibir su escasa capacidad como escritora, siguió
frustración, angustia, rechazo de sí misma. Esta rabieta invita casi siempre a
la desesperación y el patetismo, puesto que lo primero que el hombre tiene que
aprender es aceptarse a sí mismo tal y como es.
Sin la previa aceptación
de uno mismo, cualquier cambio que se intente está llamado al fracaso. Pero,
¿cómo ser capaz de escapar de uno mismo? ¿A dónde huir sin dejar atrás lo que
uno es? He aquí algunas razones para insistir en que es misión de los padres
enseñar a sus hijos a conocerse a sí mismos, tal y como son en realidad: con sus
defectos y virtudes, capacidades e incapacidades, perfecciones e imperfecciones.
Cuanto más real sea este conocimiento tanto más corto y certero será el camino
que hay que andar para convertirse en persona. Cuanto más real sea este
conocimiento tanto más fácil será el proceso de perfeccionar las perfecciones
iniciales. Divertida y fascinante El hecho de que la
perfección inicial con que un hijo llega a este mundo sea «perfectible», nos
indica que esa persona es, pero no está hecha; es decir, tiene que realizarse a
sí misma realizando en ella, y llevando a plenitud, su perfección inicial; una
tarea que no es sólo divertida sino fascinante: la aventura de vivir y realizar
la propia vida personalmente.
¿En qué consiste la educación en la
diversión? En contribuir amorosamente a que esa perfección inicial en el hijo
sea una perfección plena. Si por error de los padres, el hijo no desarrollara
esta perfección como debiera, como está llamada a ser, la educación sería
defectuosa. Y si fueran conscientes de ello, su actividad como educadores sería
culpable. Otra cosa muy distinta es que -una vez que los padres han educado bien
a su hijo- éste, haciendo uso de su libertad, no quiera llevar a plenitud su
perfección inicial. En este último caso, sólo el hijo sería
culpable.
Ciertamente la educación de los hijos es un juego maravilloso,
el mejor y más valioso posible, porque allí se concitan dos libertades: la de
los padres y la de los hijos. Un padre, que sea buen jugador, ha de pensar antes
de hacer su jugada en la posible jugada que hará el otro, el hijo.
En el
juego hay pocas normas para resolver problemas y el conocimiento de que existen
muchas alternativas adecuadas es lo que posibilita la existencia y fascinación
del juego.
En este proceso está «en juego» no sólo la libertad de ambos,
que ya es mucho, sino el hecho de convertirse en persona, en la persona más
perfecta que, libremente, uno quiere y debe ser. En el juego de la educación
familiar ambos, padres e hijos, se juegan su felicidad personal. ¿Hay algo más
arriesgado y apasionante?
¿Es que acaso el acrecentamiento en la
perfección personal no puede ser formulado como un problema, en cuya solución
debe acertar el padre, a través de sus intervenciones en el juego de la
educación? ¿No se incrementará tal vez la perfección de los padres, en tanto que
padres, simultáneamente que contribuyen a aumentar la perfección de sus hijos?
¿Y no les va acaso en este juego fascinante, arriesgado y difícil, su propia
felicidad? Escasez de buen humor En ocasiones, los padres
se quejan de estar aburridos con sus hijos, de no saber qué hacer con ellos. La
experiencia del aburrimiento acontece cuando una persona se ha vuelto
ininteresante para sí misma. ¿Quiere decir esto que para los padres aburridos su
hijo se ha vuelto alguien indiferente por el que nada sienten? No. A pesar de
que en ciertas ocasiones las madres se quejen de que sus hijos les tienen ya
aburridas, son sin embargo sus hijos las personas que por sí mismas les resultan
más interesantes.
A la luz de las consideraciones anteriores parece
conveniente estimular en los padres un espíritu más lúdico y deportivo cuando
tratan de educar a sus hijos. Esto significa que han de decidirse a pasárselo
bien, a disfrutar con ellos y de ellos, a jugar entre ellos. A la educación
familiar le sobra patetismo y le falta buen humor; le sobra ese aire de
tragedia, que llega a asfixiarla, y le falta el viento fresco y festivo de la
comedia; le sobra mucha rutina y cansancio, y le falta creatividad y vitalidad
juvenil, cualquiera que sea la edad que se tenga, además de cierta dosis de
confianza en que lo que se está haciendo es lo más valioso de todo cuanto se
pueda hacer.
También los padres cometen muchos errores de
infraestimación respecto de sí mismos, que deberían corregir. Es más importante
develar en los hijos lo que tienen de bueno y manifestárselos, que prestar
atención sólo a sus defectos, aunque sea con la noble intención de
corregirlos.
En consecuencia, los padres han de acortar distancias con
sus hijos, apearse del podium formalizador de la autoridad que no tienen, para
ir a su encuentro y entreverar sus vidas con las de ellos. Si este juego
maravilloso fuera el más atractivo para los padres, el que más les divierte,
seguro que entonces sacarían tiempo de donde fuera menester para compartirlo con
sus hijos, para dialogar con ellos, en definitiva, para salir de sí mismos y
decididamente ir a su encuentro.
Cualquier padre tiene suficiente
experiencia de que esto es así. Es posible que muchos recuerden la noche de
Reyes, con la casa alborotada, en la que todos, padres e hijos, jugaban y se
divertían con los nuevos regalos. Y aquel partido de futbol donde compartieron
frente al televisor, a pesar de ser aficionados a equipos contrarios. La tarde
en que la madre se sentía dichosa invitando a su hija a una cafetería y hablando
con ella de mujer a mujer. Esa excursión, que resultó un tanto arriesgada, pero
que sirvió para conocerse mucho mejor. Y aquellos instantes de ternura, cuando
los hijos eran pequeños y el padre entraba silenciosamente en su habitación para
arroparlos, porque se habían destapado. Y tantas mañanas, y tardes, y noches
más... Valorar los valores
En realidad, cuando admiramos a
una persona, lo que admiramos son los valores que se han encarnado en ella. Y la
admiramos tanto más cuantos más valores haya realizado en sí. En el fondo, lo
que nos gustaría es parecernos a ella, es decir, tener esos valores. Y es que
una vez que se han implantado, encarnado y acrecido en nosotros son los que nos
hacen valiosos. Cuantos más valores -o perfecciones- hayamos desarrollado, tanto
más felices seremos, y -lo más importante- tanto más fácilmente haremos felices
a los que nos rodean.
Ser valioso no es una vocación para el narcisimo,
sino una capacidad más que, por su propia naturaleza, se contagia y se dona
gratuitamente a los demás. Y si es verdad que contribuimos a que los demás sean
más valiosos, a que sean más felices, ¿cómo es posible que siendo los padres
también valiosos, y causa de esa valía y de la felicidad de sus hijos, puedan
sentirse desgraciados?
Afirmar al hijo en su propio valer -enseñarle a
conocer cuáles son sus propios valores para así desarrollarlos mejor- constituye
el mejor modo de prestarle la ayuda necesaria para que en el futuro él mismo sea
más valioso.
Pero al afirmar al hijo en tanto que hijo, inevitablemente
los padres se autoafirman a ellos mismos, en tanto que padres. El amor más
fuerte -también más gallardo, pujante y generoso- que los padres tienen está
referido siempre a sus hijos. Por eso mismo, ¿hay algo más divertido,
engrandecedor y perfectivo para los padres que el hecho de afirmar en el amor,
con amor y por amor a los propios hijos?
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario