|
La Escuela del
Dolor |
Siendo todavía estudiante, encontré sobre
la mesa en la biblioteca de la Universidad, un pequeño libro, algo anticuado y
cubierto de polvo. Recuerdo perfectamente que ello ocurrió un día que me parecía
especialmente sombrío: no sé bien si me dolía la cabeza, no había dormido bien o
tenía algún problema. En todo caso, no me encontraba de humor para empezar a
estudiar, de manera que comencé a hojear el libro y comprobé que se trataba de
una serie de ensayos escritos por una mujer paralítica. Muy pronto, quedé de tal
manera fascinada por la lectura, que lo acabé de leer de una sola vez. Una vez
que hube terminado, veía el mundo que me rodeaba de otra forma. Observé los
rayos de sol que entraban por la ventana, me alegré por el pequeño trocito azul
de cielo que podía ver y me sentí agradecida de poder mover mis brazos y piernas
y de poder respirar, muy agradecida de estar viva. Espontáneamente miré a mi
alrededor y la euforia que me embargaba se vio disminuida al ver la expresión
seria de la mayoría de los estudiantes que se encontraban en la biblioteca.
Entonces, sentí el deseo de reflexionar más sobre lo que había leído y, sobre
todo, de conversar sobre ello con mis amigos...
Desde entonces, no he
olvidado nunca aquel libro, en que aquella mujer, con serenidad y alegría,
contaba acerca de su vida, vida que aceptaba "malgré tout, pese a las pruebas y
dolores, a las privaciones y decepciones que había sufrido," y, sin duda, amaba
mucho más al mundo que otras personas, que nuestra sociedad considera como sanos
y dinámicos. Su mensaje era muy sencillo: "Quien dice sí a la vida, debe decir
también sí al dolor." Hacía ver que el sufrimiento es parte de la vida, no sólo
de una paralítica, sino de cada persona; que el dolor está presente, de una u
otra forma, incluso entre quienes son más felices y exitosos. El dolor
es una realidad de la vida humana Sin duda, no hay nadie que no haya
experimentado alguna vez la soledad, el fracaso o la desilusión. Todos nos
sentimos, a veces, aniquilados e incluso sabemos que somos objeto de burla, de
desprecio o de dura crítica por parte de otras personas. ¿Cuántos conflictos se
originan solamente debido a dificultades de comunicación, a problemas de
entendimiento? No necesito ser extranjera en un país lejano, para darme cuenta
lo difícil que es encontrar a personas que me entiendan y que yo entienda.
Incluso, quienes viven en la felicidad más extrema, poseen riquezas y gozan de
salud, también sufren. Sin embargo, del dolor ajeno se percatan sólo aquellos
que poseen una cierta sensibilidad, que han desarrollado una cierta interioridad
y son, por lo tanto, capaces de percibir las necesidades de sus
semejantes.
Podemos suponer que, en el transcurso de su vida, cada uno de
nosotros se ha visto, muchas veces y de maneras muy diversas, confrontado con el
dolor. Si sabemos sobrellevarlo, él nos puede servir de impulso y estímulo.
Pero, si ello no ocurre, el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos
realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. ¡Pero no pueden
huir del sufrimiento! Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece
largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas
perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona
se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, a que rechace la
amistad, a que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano,
reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría
sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor.
Para ello, con frecuencia es necesaria, la ayuda de un psicoterapeuta.
No
se puede esquivar el dolor, no se le puede ignorar, pues forma parte de la vida.
Si se intenta ignorarlo, se deja de lado la vida misma, porque el dolor es
esencial al vivir humano. Pienso que, incluso falta una de las condiciones de la
verdadera amistad, porque entonces no se presenta un yo verdadero a la relación
amistosa con otras personas. Entonces, somos protagonistas de una función de
teatro, ofrecida tanto para nosotros mismos, como para los demás.
En
aquel día ya lejano en que leí los ensayos de la mujer paralítica, comprendí
repentinamente que quien no ha sufrido, tampoco ha vivido. Quien reprime el
dolor o huye de él, pierde la oportunidad de conocer la vida verdadera – la
riqueza de la vida interior - con su profundidad insondable y con sus alturas
luminosas. Algunas veces, cae en la superficialidad, en la cobardía o incluso en
el vacío. Quien reprime el dolor, no es realista ni tampoco una persona de la
cual se pueda decir que sabe vivir.
Una vida bien vivida es algo que se
decide no tanto en los momentos felices, sino más bien en las horas difíciles;
no sólo en los días de fiesta, sino también en lo cotidiano, en lo ordinario, en
lo corriente. Quien no es capaz, ni está dispuesto a aceptar el dolor, tampoco
es capaz de aprender. Entonces, no puede ser formado en la "escuela del dolor",
no puede ganar en profundidad interior, no puede encontrar la paz, como lo ha
logrado la autora del libro – de personalidad fascinante - que he citado al
comienzo. Sufrimiento inútil ¿Debemos entonces glorificar y
ensalzar el sufrimiento? ¡De ninguna manera! En algunas ocasiones, en que se
"festeja la nobleza del dolor", me parece que en realidad, no se ha llegado a
comprender ni la indigencia humana, ni el verdadero desafío que significa una
situación dolorosa. En el pasado, se amonestaba a las mujeres para que sufrieran
todas las injusticias de sus maridos con paciencia y sin decir una palabra.
"Ellas deben ser dulces, amables y útiles," señalaban ciertos autores. Tocar,
para su marido, música "suave y apacible", "sonreírle alegremente", "rodearle
tal como una ola suave y armoniosa" y, "con graciosos movimientos de sus manos,
limpiar el polvo de su frente." Knigge aconseja a las mujeres sólo acercarse a
sus maridos con sumisa deferencia, estudiar su carácter, obedecer inmediatamente
sus órdenes y, a sus palabras fuertes, dar a lo más, una respuesta suave. Sólo
así, cumplen con su obligación de ser joya y adorno para su marido. Frente a
tales desatinos, cabe preguntarse ¿cuánto sufrimiento inútil y sin sentido
debieron soportar nuestras bisabuelas?
Evidentemente, esto no significa
que el sufrimiento inútil sea específico del sexo femenino. Hay una cantidad
enorme de "dolor mistificado", totalmente independiente del sexo y existe
también "dolor masculino innecesario", por ejemplo, cuando, en nuestra cultura,
se obliga a los jóvenes a no mostrar sus sentimientos: "Un hombre no siente
dolor", "los hombres no lloran"... De allí surgen, tanto para los afectados,
como para quienes los rodean una serie de complicaciones.
Si un dolor
puede ser evitado, pienso que es una obligación moral, evitarlo con todas las
fuerzas. Una mentalidad que busca el sacrificio y el dolor no sólo no es nada
simpática, sino que puede llegar a ser extremadamente egocéntrica y enferma.
Todo sufrimiento es una exhortación a la persona en particular y a sus
semejantes, para enfrentarlo con valor y, si es posible, a superarlo.
No
obstante, aunque nos esforcemos mucho, existe dolor que no es posible reparar
con los medios de la psicología. Algunas enfermedades avanzan pese a las
operaciones y a la quimioterapia, son los llamados "golpes del destino". Tarde o
temprano, todos tenemos que llorar la pérdida de seres queridos y, finalmente, a
cada uno de nosotros nos espera la propia muerte, que quizás es todavía más
cruel, cuanto más se la trate de encerrar en el anonimato de algunas clínicas.
Es extraño: todos marchamos irremediable y certeramente hacia nuestro final y no
queremos aceptarlo. La rebelión del hombre ¿Cómo podemos
valorar nuestra situación? Las humillaciones, la soledad, las enfermedades
penosas, el abandono por parte de nuestros parientes y amigos queridos, la
pérdida del trabajo. A primera vista, parece algo absolutamente absurdo y que
carece totalmente de sentido. La naturaleza humana se rebela espontáneamente
contra el dolor y rechaza el sufrimiento en cada una de sus formas. En un primer
momento, nadie está dispuesto a escuchar argumentos que demuestren lo contrario.
Goethe lo expresó en un lenguaje clásico en su Obra El sufrimiento del joven
Werther: "El cáliz del Dios del Cielo era muy agrio para sus labios de hombre,
¿por qué he de aparentar que me sabe dulce?... No es esta una voz que viene de
muy hondo de la criatura que se ve entregada a sí misma de una manera
irresistible y, desde lo más profundo de si, clama: ‘¡Mi Dios, mi Dios, ¿por qué
me has abandonado?’ ¿Por qué me tendría que avergonzar yo...?" Incluso el
escritor anglicano C.S. Lewis, conocido en todo el mundo por sus obras de
literatura cristiana, expresa el dolor por la muerte de su esposa: "Pero no
vengan a hablarme de los consuelos de la religión, de lo contrario, empezaré a
sospechar que no entienden nada en absoluto." También la gran Teresa de Ávila
riñe con su Maestro y Señor Jesucristo, cuando Él permite que se estropee su
coche. El diálogo es muy conocido: "Señor, ¿por qué no me ayudaste?" se queja la
Santa. "Para probarte en el sufrimiento, Teresa. Esto lo hago con todos mis
amigos," le contesta Dios. A lo que la Santa respondió de inmediato: "¡Por eso
tienes tan pocos amigos!"Es consolador que personas ejemplares - y razonables -
protesten contra el sufrimiento. Pienso que con ello nos dan testimonio de su
honestidad, al mostrársenos como son, en su imperfección, en su desamparo y con
sus debilidades. En eso consiste precisamente el llamado que nos hacen: no
tenemos que jugar a hacernos los héroes. Por el contrario, podemos llorar y
enfurecernos, discutir y gritar –como era costumbre en el teatro griego cuando
los protagonistas sufrían algún descalabro.
Ellos no han intentado lograr
un férreo dominio de sí mismos, ni tampoco ser de una ironía insensible; por el
contrario, se han quejado en voz alta y han declarado abiertamente: "no puedo
más". Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes
sufren, entre otras cosas, que no deben romperse la cabeza con argumentos, ni
leer, ni escribir; antes que nada, deben "tomar un baño y dormir". En un primer
momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos
tiempo, y seguir los impulsos de nuestra naturaleza humana nos puede ayudar
mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse de
ello. La ayuda de los otros Llegados a este punto, nos
preguntamos cómo ayudar a otra persona que sufre, cuando nosotros mismos no
sufrimos por esa misma causa. Es esta una cuestión importante y sobre ella
debemos meditar seriamente, pues muchas veces, debido a nuestra inseguridad,
podemos ser crueles sin querer. En una ocasión, un hombre, cuya mujer había
quedado ciega a causa de un accidente, me confesó: "Desde aquel día, nadie nos
invita, pues para todos nuestros conocidos, somos motivo de perplejidad y
confusión." ¿Qué podemos hacer para ayudar de verdad a quien sufre?
Sobre
todo, me parece que a quien sufre, no debemos agobiar con buenos consejos, con
la exposición de conocimientos penetrantes, advertencias o sermones; ni tampoco
con consuelos triviales, tales como "no es tan terrible", "hay cosas peores". La
experiencia del dolor sí es algo "terrible". Pienso que un sentimiento
compartido ayuda más que cualquier argumento. La mejor manera de ayudar a una
persona que sufre es aceptar sus sentimientos, escuchar lo que nos quiere contar
y sobrellevar con él el dolor lo mejor que pueda.
Un ejemplo muy claro
nos lo ofrece el Libro de Job. Al comienzo de este libro veterotestamentario, se
cuenta que los amigos de Job, al escuchar de su desgracia, comenzaron a llorar
en voz alta, rompieron su vestidura y cubrieron de ceniza sus cabezas. Entonces,
se sentaron junto a Job durante siete días y siete noches, sin decir una sola
palabra. Sus amigos no quieren cambiar, ni corregir los sentimientos de Job;
sólo desean aceptar, hacer suyos y sufrir como propios la preocupación, el
miedo, la duda y la ira de su amigo. Por ello se ponen en el lugar del amigo que
sufre, penetran en su interioridad y desarrollan una íntima afinidad con él.
Para comprender al amigo, necesitan estar con él, con tranquilidad y en actitud
atenta, durante "siete días y siete noches".
Guardini señala que
comprensión, significa "ver, escuchar, sentir como, detrás de un sentimiento que
se muestra, detrás de un pensamientos que se expresa, hay mucho más que
permanece oculto y, cuando lo que ha estado oculto es finalmente conocido, puede
ser que detrás de ello, exista todavía más." Ese "meterse" en el otro,
compenetrarse con él es denominado algunas veces compasión, precisamente cuando
se refiere a una persona que está sufriendo. Sin embargo, si se mira un poco más
allá, descubrimos que cada uno de nosotros es un sujeto sufriente; cada uno
tiene que sufrir sus propios límites y fallas, los altibajos de la vida, las
peculiaridades de las personas queridas. Cuanto más conocemos a una persona,
tanto más sabemos de las dificultades que ella debe soportar. Y estamos
dispuestos a sobrellevarlas con ella. La compasión es "la única puerta a través
de la cual se puede penetrar en la interioridad de otro ser humano" y la única
mediante la que se puede compartir su destino.
Me parece importante
distinguir claramente esta actitud de otras, externamente parecidas, pues
compasión no es sentimentalismo. Una persona sentimental se deja dominar por los
sentimientos, sin que ello sea ocasión para ayudar efectivamente, por lo que, en
realidad, sólo gira en torno a sí misma. Por el contrario, el hombre compasivo
ordena racionalmente los impulsos de sus sentimientos, de acuerdo a las
necesidades que ha reconocido en el otro, para bien del otro. "Al ver la sangre
y las heridas, el quejumbroso caerá desmayado; el compasivo, se inclinará sobre
el enfermo y lo cuidará." Frente a una persona que sufre, no sólo es necesaria
delicadeza y comprensión, sino también energía y resolución. "El único consuelo
verdadero son las obras." ¿Pero qué obras se espera de nosotros en tal
situación? Aparte, por supuesto de los servicios materiales, que deben ser
siempre lo primero que se preste.
Llegados a este punto, pienso que
tenemos que recurrir a nuestro ingenio, a nuestra habilidad para enfrentar
situaciones nuevas. Imaginemos que nuestro hermano ha sufrido una gran
desgracia: su mujer ha muerto. Supongamos que hemos sufrido y llorado con él,
escuchado sus lamentos y también nos hemos lamentado nosotros; hemos recordado
juntos y nos hemos preocupado de que, pese a todo, él duerma y coma. Llegará un
momento en que él no pueda llorar más. Esto no es una falta de lealtad hacia la
difunta, sino una señal de que él está vivo. Un determinado estado psíquico –
por intenso que sea - no puede ni debe convertirse en permanente. A este estado,
sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos
quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, no podemos "momificar" a los
muertos. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza;
entonces, la relación hacia la persona fallecida no puede considerarse como una
relación sana. Algunos se niegan a cambiar los muebles de la habitación de la
persona muerta. O bien no desean escuchar una determinada melodía, porque no le
gustaba al difunto. Frente a esa situación, dice Lewis acertadamente: "Es muy
bueno cumplir lo prometido, tanto a los muertos como a los vivos. Pero empiezo a
comprender que el ‘respeto por los deseos de los muertos’ puede ser una trampa."
El respeto de que se habla puede convertirse en una tiranía y detrás de la
supuesta voluntad de la persona fallecida, muchas veces se oculta la propia
voluntad. En realidad, existe el gran peligro de cohibir a los demás con frases
como "El difunto así lo deseaba". Lo importante no es aquello que una persona,
hace diez, veinte o cuarenta años habría deseado, sino lo que desearía ahora. Si
somos cristianos y creemos que la persona que ha muerto, está con Dios, pensamos
que ella querrá lo que Dios quiere: que sigamos viviendo y que seamos felices.
Aquí llegamos a una cuestión decisiva: considerar qué viene después de la
muerte, cuál es el sentido de la muerte, de la separación y del sufrimiento. Me
parece que es posible – y necesario - conversar sobre ello seriamente. "Quien
tiene un porqué en la vida, puede sobrellevar casi cualquier cómo", señala el
psicoterapeuta austríaco Viktor Frankl. Por el contrario, quien considera que su
vida no tiene sentido, no podrá escapar de la desesperación. El dolor
como "Educador" La paralítica autora del libro que tanto me conmovió,
hace ver que el dolor "no ennoblece al ser humano", como algunas veces se dice,
pues el sufrimiento no hace a nadie mejor de lo que es. Incluso, podría parecer
que a algunos los hace peores. En realidad, el dolor manifiesta, "ilumina" lo
que alguien lleva dentro de sí. Nos quita cualquier máscara que nos hayamos
puesto y hace ver cuáles son los motivos más profundos, las convicciones que
inspiran nuestros actos. Quien sufre, muestra a los demás cuál es su riqueza
interior o cuál su miseria. "Cuando no poseemos más que nuestra alma, es muy
fácil distinguir la nobleza del cinismo." Es por esto por lo que el dolor parece
"empequeñecer" aún más a los hombres interiormente pequeños y "engrandecer" a
quienes son interiormente grandes. Sin embargo, el dolor por sí solo no produce
nada, sino que es, en cierta forma, un "termómetro de la calidad humana" de
quien sufre.Hasta aquí nuestra autora. Por un lado, coincido plenamente con ella
también hoy en día.
Hasta que nos enfrentemos a una cuestión de vida o
muerte, ninguno de nosotros sabe cuán firme es su fe, su esperanza y su caridad.
Cuando nuestra existencia misma está en peligro, no me parece ni siquiera que
debamos reaccionar soberanamente, en un primer momento.
En tal
circunstancia, si las disposiciones interiores son firmes, no se desmoronarán;
pueden sí, permanecer ocultas bajo las lágrimas, la rabia o la desesperación,
durante algún tiempo. Tarde o temprano, se ve si una persona que sufre, tiene o
no un fundamento interior, si posee firmes convicciones que le proporcionen
nueva fuerza y ánimo para vivir que, por así decirlo, lo "levanten". De ninguna
manera, podemos juzgar a los demás. Una persona que sufre merece siempre
compasión y respeto. Dante, quien demostró una gran sensibilidad frente a la
grandeza de cada ser humano, escribe en "La Divina Comedia": Cuando éste
marchaba por el infierno, encontró allí a su antiguo maestro Brunetto Latini, se
inclinó ante él, ante el maldito, pues le debía mucho. Latini le había enseñado
a aspirar a la gloria. Sólo Dios podía juzgarlo y castigar sus pecados.Hasta
aquí he estado siempre de acuerdo con la autora citada. Sin embargo,
personalmente he tenido experiencias diversas a las que ella relata. ¿Qué sabe
del dolor quien nunca ha sufrido? ¿Cómo puede comprender y consolar quien no ha
sido nunca dominado por la tristeza? He conocido personas que, después de sufrir
un gran dolor se han vuelto comprensivos, cordiales y acogedores. Muchas veces,
su actitud frente a sus semejantes ha variado radicalmente. Se han vuelto
sensibles frente al dolor ajeno y han desarrollado una gran solidaridad.
Por ello, pienso que el sufrimiento es verdaderamente un "educador", a
quien todos queremos evitar y cuyo valor apreciamos después de años o de
décadas.Hace poco, leí en el diario la triste noticia del suicidio de unos
escolares debido a que habían obtenido malas notas. Y no porque sus padres
fueran muy exigentes, sino porque su nivel de tolerancia frente a la frustración
era muy bajo. Simplemente no estaban acostumbrados a aceptar la
crítica.
Frente a este caso, un psicólogo opinó acertadamente: No se
puede encerrar a los hijos en una torre de marfil, para protegerlos de la dureza
de la vida. No obstante, no pueden ser únicamente adulados, pues entonces se
vuelven incapaces de sobrevivir.Aunque aparentemente es una paradoja, tan sólo
una educación que no oculte el sufrimiento, es la única que educa seres capaces
de superar el dolor. Recuerdo la historia de una palmera que creció en un oasis.
Era muy pequeña, pero la más bonita de todas las palmeras que había a su
alrededor. Un cierto día, llegó un hombre malvado que, al pasar junto a la
palmera pensó cómo podía dañarla. "La aplastaré," se dijo y colocando una roca
muy pesada en sus ramas, siguió su camino. A la palmera le fue imposible
quitarse el peso de encima. De manera que estiró sus raíces, alcanzando una veta
de agua subterránea. Después de algunos años, cuando el hombre malvado regresó
al oasis, la palmera era mucho más bonita que antes. Gracias al peso que había
debido soportar, se había convertido en un árbol alto y hermoso.Sin embargo,
estoy convencida de que el dolor en sí no es algo bueno. No es un alimento, sino
un veneno. Pero ese veneno puede ser convertido, si queremos, en una medicina.
Si aceptamos el desafío que representa, el dolor puede fortalecernos y curarnos
–por lo menos interiormente.Ninguna experiencia de la vida es en vano. Siempre
podemos aprender algo. También cuando nos desviamos del camino, cuando nos
perdemos en el desierto o en una selva, nos sorprende una tempestad o debemos
soportar el calor o el frío. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a
comprender mejor al mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort
dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros.
"Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se
pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de
Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi
al borde de la desesperación." Proceso de maduración Si
decimos conscientemente sí a la vida y estamos dispuestos a aceptar también sus
facetas oscuras, nos encontramos en condiciones de iniciar un proceso de
maduración. En primer término, pienso que podemos desarrollar nuestra
interioridad. Vivimos muy influenciados por lo externo: la radio y la
televisión, anuncios luminosos, teléfonos portátiles e internet captan
permanentemente nuestra atención. Y nos mantienen en permanente actividad. A
menudo, no nos queda tiempo para estar a solas, con nosotros mismos, para
meditar acerca de las impresiones que se agolpan en nuestra mente.
Una
experiencia dolorosa nos puede obligar a hacer un alto, pues entonces nos
distanciamos un poco de los que nos rodean, nos "escondemos" por llamarlo de
alguna manera y luego de un tiempo de "no-poder-hacer-nada", en el cual el menor
esfuerzo parece que sobrepasara nuestras escasas energías, nos vemos
confrontados con nosotros mismos y, ante al desafío de ordenar nuestra vida de
otra manera. Ya no es posible engañarnos, el dolor ha hecho más aguda nuestra
percepción de las cosas: lo trivial, lo insubstancial cede paso a lo que es
importante, a lo substancial. Un refrán dice "Cuando has llorado, lo ves todo
con otros ojos": puedes ver todo mejor y distinto.Cuando nos encontramos frente
a frente con la muerte, nos damos cuenta que nuestro paso por el mundo es
temporal y precario.
Precisamente frente a la temporalidad y precariedad
– y a la inminencia de la muerte -, el tiempo en la tierra nos parece más
valioso. Muchas cosas se nos hacen incluso más fáciles: nos sentimos libres de
convenciones sin sentido. El teólogo holandés Nouwen señala acertadamente:
"Tengo la impresión, difícil de describir, de que si tuviéramos más consciencia
de la muerte, seríamos seres más libres." ¿De qué sirve tener un puesto
sobresaliente en la sociedad, si después de ochenta, noventa o máximo de cien
años, todo habrá terminado? ¿Y después qué?
La experiencia del dolor nos
lleva a preguntarnos por la razón última de todas las cosas. Si fuéramos
inmortales, si nuestra vida no tuviera fin, si no sufriéramos, tal vez nunca nos
plantearíamos el porqué de las cosas. De algún modo, la consideración del propio
límite nos conduce a profundizar más. La finitud de la vida humana hace que
valoremos mucho más cada día de nuestra vida. "Enséñanos, pues, a contar
nuestros días para que lleguemos a tener un corazón sabio," dice el
Salmista.
Es doloroso experimentar la propia impotencia. Cuanto más
profundas sean nuestras heridas, con más intensidad buscamos un fundamento
permanente. Buscamos refugio y consuelo a nuestro alrededor, sin encontrarlo del
todo. Se puede decir que Dios tiene entonces una oportunidad para que lo
aceptemos. Anhelamos tener seguridad, alivio y comenzamos a vislumbrar que sólo
Dios nos los puede dar.Si estamos dispuestos a escucharle, nos ayuda a salir
adelante de una situación dolorosa y, a partir de ella, a avanzar. El dolor nos
obliga a hacer algo que, hasta ese momento, no hubiéramos sido capaces de hacer:
dar un paso hacia Dios. Conozco un hombre joven que, debido a una enfermedad
incurable, tuvo que dejar su trabajo. Tras el primer shock, se preguntaba:
"¿Quién soy ahora que mis títulos, mi puesto de trabajo y mi prestigio no valen
nada? ¿Quién soy ahora que no puedo rendir más, que no puedo producir más? ¿Qué
puedo esperar y qué me espera?" Un amigo le propuso formular esas cuestiones a
Dios y él pudo escuchar Su respuesta: "Tú eres amado por ti mismo. Tú tienes tu
valor y tu dignidad, que nadie te puede quitar.
Tú puedes esperar la
bienaventuranza que no tiene fin." El comenzó a tomarse en serio su cristianismo
y, al cabo de unos años, al momento de su muerte, sus familiares estaban
verdaderamente conmovidos por su serena confianza y abandono en Dios. La
seguridad última le dio esa tranquilidad y abandono.
Una experiencia
dolorosa es terrible sólo si permanecemos en la superficie. Sin embargo,
precisamente esta situación nos puede obligar a cavar hondo. Y donde quiera que
cavemos, en la profundidad - podemos decir de manera plástica - encontramos
siempre agua viva. Encontramos a Dios. Él está siempre presente; es, a la vez,
muy cercano y muy lejano, como el agua en lo profundo de la tierra que no vemos,
pero está allí.La experiencia de la bondad de DiosRealicé mi primera práctica
profesional - siendo aún estudiante - con jóvenes "difíciles de educar" y con
enfermos incurables. Ver tanta miseria humana me afectó bastante y me hizo
sentir impotente. Me dirigía todos los días a mi trabajo con un nudo en la
garganta. Una señora mayor me aconsejó entonces: "Haz todo lo que puedas, pon lo
que esté de tu parte y quédate tranquila. El amor de Dios es siempre mucho más
grande de lo que puede llegar a ser nuestro sufrimiento." Estas palabras me
dieron ánimo. En esa misma época, me planteé por vez primera la pregunta: si
efectivamente Dios, que es omnipotente, nos ama ¿por qué permite que suframos
tanto?
Las respuestas que dan los teólogos a esta pregunta – propia de la
teodicea - son más o menos conocidas. Al alejarse, al apartarse del Dios bueno,
ha sido el hombre mismo quien ha introducido el mal en el mundo. Desde entonces,
el egoísmo, el orgullo, la envidia, la ira y la avaricia dominan el mundo y
originan un sufrimiento indescriptible. Dios permite las denominadas "desgracias
naturales" – enfermedad, muerte y catástrofes de la naturaleza - para removernos
y recordarnos cuál es el sentido último de nuestra vida. Dios quiere hacernos
felices para siempre, pero sólo si nosotros también queremos.
En las
diversas circunstancias de nuestra vida, Dios nos invita - nos exhorta - a
decidirnos libremente por Él y prepararnos así para ir a su encuentro.Esta
respuesta despertó en mí nuevas interrogantes. Siempre simpaticé con Guardini
que sobrellevó durante toda su vida esa tensión entre pensamiento y fe. Poco
antes de morir, dijo a un amigo: cuando esté ante el Señor, lo primero que le
preguntaré es algo cuya respuesta no he encontrado en ningún libro, en ningún
dogma, ni el Magisterio eclesiástico: ¿por qué tienen los hombres que sufrir?La
cruz tiene un lugar central en el cristianismo. Con fe la aceptamos, la
integramos en nuestra vida y la veneramos; pero continúa siendo un misterio. Un
misterio de amor, no de temor. Es el misterio de un Dios que se hace solidario
con nuestro sufrimiento y cuyo amor es tan grande que da su vida por nosotros.
Desde entonces, el dolor y la muerte no tienen la última palabra en el mundo.
Después de la cruz viene la alegría de la Resurrección, una alegría que no tiene
fin. Quien posee una confianza tal, es invencible, invulnerable en su interior.
¿Quién lo puede vencer, si esa derrota es el paso previo a su triunfo
definitivo?Dios no nos libera del dolor, pues el dolor tiene un sentido
misterioso e insondable. Pero el Señor permanece a nuestro lado y dice a cada
uno de nosotros: "¡No temas! Esta noche pasará y luego verás la luz de la mañana
de Pascua".Y es que los cristianos no amamos la cruz, amamos a Jesucristo, el
Crucificado.
Si lo miramos a Él, que murió por nosotros, puede ser que
nuestro dolor pierda importancia, que lo veamos como algo más bien secundario. Y
si profundizamos en el misterio del amor de Dios, puede incluso ocurrir que
logremos cumplir la más importante de todas las obligaciones cristianas: ser
todo lo felices que podamos.
Jutta Burggraf Doctora en en Pedagogía y
en Teología
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario